Domingo XXXII del Tiempo
Ordinario
Parroquia de Ntra.
Sra. de Fátima
Monterrey, N.L.
El don de dar
El evangelio de hoy
nos pone frente a una realidad cotidiana en nuestra vida: la de dar. Queriéndolo o no, cada día nos toca
dar muchas cosas, desde favores y caridades hasta
abrazos y besos. El dar
es un rasgo propio de la humanidad. Los animales, en estricto sentido, no “dan”
nada. La capacidad de dar es
prerrogativa del ser humano. Y es también, en cierto modo, para cada uno la medida de su humanidad. Cuando la Madre
Teresa de Calcuta dijo que debemos «dar
hasta que duela», estaba invitándonos
a ser más humanos. En este sentido,
cuanto más damos, más somos. Dios nos dio el don de dar para así crecer como personas.
Dar es valorar
Al dar definimos lo
que valoramos. No nos engañemos; lo que realmente valoramos es aquello en lo
que ponemos nuestro tiempo, esfuerzo y dinero. «Dime
en qué gastas y te diré quién eres».
La viuda del evangelio de hoy dio su tiempo, esfuerzo y dinero al templo. Ella valoró
el templo más que su vida. Por eso dijo Jesús: «en
su pobreza, ha echado todo lo que tenía para vivir». En realidad, valoraba a Dios, cuya casa es
el templo. El hombre siempre ha sentido la necesidad interior de darle a Dios de sus bienes, como gesto
de alabanza, gratitud, perdón y súplica. Es el sentido profundo de toda ofrenda
cultual. El ser humano es oferente
por naturaleza. Hay gente que se escandaliza de las riquezas de la Iglesia. Observa las grandes catedrales y
basílicas, con sus ricos ornamentos y objetos litúrgicos, y se escandaliza de
que no se venda todo eso para dar de
comer a los pobres. El argumento encierra una falacia. Ante todo, porque el
culto a Dios no tiene precio. Y el ser humano hace bien en buscar honrar a Dios
con lo mejor que puede ofrecerle. Por
otra parte, dudo que alguien tenga interés en comprar una catedral para vivir
en ella o tenerla de museo. El verdadero valor del arte religioso y, en
general, del patrimonio de la Iglesia está en el culto a Dios y el servicio a
los fieles. El mismo Jesús, lejos de indignarse por el hecho de que aquella
mujer diera al templo lo que tenía para vivir, alaba su gesto. Claro que la
Iglesia tiene además el deber irrenunciable de ayudar a los pobres. La Iglesia
no puede honrar el Cuerpo de Cristo con vasos de oro mientras el mismo Cristo
muere de hambre en el cuerpo de los pobres, como señalaba San Juan Crisóstomo. No
se trata, sin embargo, de omitir el culto a Dios para atender a los pobres. Hay
que hacer lo uno y lo otro. De hecho, la Iglesia católica es, por mucho, la
institución con más obras de beneficencia en el mundo.
Dar es devolver
La ofrenda de la
viuda tiene, además, otro significado. Cuando damos algo, en realidad lo devolvemos.
Nada es nuestro. Aunque el patrimonio y las ganancias sean fruto legítimo de
nuestro esfuerzo, no dejan de ser don
de Dios. De hecho, hay gente más talentosa, trabajadora y esforzada que no
tiene lo que otros tienen con menos talento, trabajo y esfuerzo. Como señala
Malcolm Gladwell en su libro Outliers,
pocos triunfan en la vida sólo con
esfuerzo y destreza; se requieren además oportunidades
para que ese esfuerzo y destreza se desarrollen y den resultados. Nadie puede
sentirse dueño en estricto sentido de
lo que tiene. Todos somos administradores
de lo que nos fue confiado para un fin que rebasa el interés personal. Al dar
sólo devolvemos lo que hemos recibido. Por eso la Doctrina
Social de la Iglesia insiste tanto en el valor social
de todos los bienes. Y David Noel Ramírez, en su reciente libro Hipoteca social, aclara que los dones y
carismas que hemos recibido deben beneficiar a los demás. Todos nos debemos a todos. San Gregorio Magno fue más enfático aún: «Cuando damos a los pobres las cosas
indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos
lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir
un deber de justicia» (Regula pastoralis, 3, 21, 45).
Dar es liberarse
El dar tiene, finalmente,
un beneficio personal y espiritual de gran valor: el desprendimiento afectivo y
efectivo de lo que tenemos. La Biblia advierte: «Aunque
crezcan tus riquezas, no les des el corazón»
(Sal. 62, 11). Pensar que el tener algo
te hará feliz es un espejismo. Como alguno ha dicho: si no eres feliz con lo
que tienes, tampoco lo serás con lo que te falta. La felicidad suele ir en
sentido opuesto: cuanto más das, cuanto más te desprendes, más crece. Dar es
fuente de alegría. Todos lo hemos experimentado. Y es que nuestro corazón tiene
un mecanismo por el que al dar se
siente lleno, y también libre. Nadie goza tanto de las cosas como quien no se
siente atado a ellas. Y el dar y compartir es la manera efectiva de lograr esa
desatadura afectiva de las cosas.
María y el paradigma de la generosidad
La viuda de hoy es
el último personaje que presenta san Marcos en su evangelio antes de la Pasión
de Cristo. Cristo se siente ante alguien que está simbolizando el don de su
propia vida. Pero se siente también ante una mujer que simboliza a María, su
madre. Para entonces, seguramente María era ya viuda. Y estaba a punto de dar mucho
más que “lo que tenía para vivir”: su propio Hijo. María se convirtió así en el
más alto paradigma de la generosidad humana. Que Ella nos alcance la gracia de comprender
cada vez más que dar es valorar, devolver y alcanzar la libertad del corazón.
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