Domingo XXXI del Tiempo
Ordinario
Parroquia de Ntra.
Sra. de Fátima
Monterrey, N.L.
Pocas palabras
Dios es sintético. Todo
lo dice con muy pocas palabras. Y si es posible una sola, mejor. Con un «¡Hágase…!»
hizo el universo y la incalculable multiplicidad de sus creaturas. Sólo al crear
al hombre –su creatura predilecta–, Dios se explayó un poco más: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como
semejanza nuestra…» (Gn. 2, 26). Así nació la humanidad; miles de millones de personas,
que establecerían entre sí infinitas relaciones. Las sociedades civilizadas se
han esmerado en normar, hasta donde es posible, esas relaciones. Prueba de ello
son los amplísimos y diversificados códigos legales que existen en tantos
países. Dios, en cambio, nos ofrece una admirable síntesis. Toda su ley cabe en
un solo mandato: amar. El amor sintetiza todo el deber que exige vivir como humanos. En el fondo, no sorprende. Dios Amor es nuestro origen y destino.
No podía ser otro el camino a recorrer
para ir de un extremo al otro: amar.
Amar con todo
Esta única regla que Dios nos dejó, conceptualmente tan
simple, nos abarca totalmente. Es una
tarea que brota de nuestra esencia.
Dios nos hizo para amar con todo lo
que somos. Por lo mismo, no puede pedirnos menos. Por lo demás, sólo amando totalmente se ama en realidad. De
ahí que Jesús retome y complete el primer mandamiento de la Ley del Antiguo
Testamento: «El Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor con
todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Mc. 12, 29 – 30).
Con todo tu corazón
El corazón, en
lenguaje bíblico, es el centro de la
persona. Más específicamente, es su núcleo
afectivo. En él hunden sus raíces todos los amores. Amar a Dios con todo el corazón significa no permitir
que Él tenga rivales dentro de
nosotros. Ahora bien, el amor a Dios no excluye otros amores legítimos –al
esposo/a, a los hijos, a los amigos, etc.–. Pide, más bien, que se integren, injerten y vivifiquen en
el único y supremo amor a Dios. Por eso el segundo mandamiento es semejante al primero. Semejante no
significa “parecido”. Significa que es, en el fondo, un mismo amor. El amor de Dios es el horizonte da relieve y
significado a todos nuestros amores. El amor a los demás por amor a Dios queda no sólo justificado sino también elevado,
engrandecido, fortalecido. Hay, sin embargo, amores rivales de Dios. Hay que purificar constantemente nuestro
corazón de esos amores. Porque, en realidad, son “falsos amores”. Todo amor que
no pueda ser reconducido al amor a Dios es un falso amor, una idolatría, un
“falso dios”. Y uno no puede ser monoteísta
de religión y politeísta de corazón.
Con toda tu mente
El pasaje evangélico
de hoy inicia con las célebres palabras del antiguo pueblo judío: «Shemá,
Israel…» –es decir, «Recuerda, Israel...» (Dt.
6, 4). ¿Qué debía recordar? Que «el
Señor es uno». El monoteísmo fue distintivo de Israel
frente a los demás pueblos. Fue el pilar de su sabiduría y de su fuerza como
nación santa, consagrada a Dios. La expresión «Shemá Israel» no era ocasional. La recordaban siempre,
como les pedía la Biblia: «Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria,
se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino,
acostado y levantado» (Deut. 6, 7). Ése
era también el sentido de las filacterias:
llevaban este versículo escrito en tiras de piel atadas al brazo izquierdo o en
la frente, para no olvidarlo jamás. Como las actuales “muñequeras” o pulseras
de tela o plástico que hoy muchos llevan con algún mensaje. Amar a Dios con
toda la mente significa, ante todo, recordar
a Dios; es decir, volver a Él constantemente con el
pensamiento. Quien ama a Dios con toda la mente hace de Él la idea madre de sus pensamientos, ideas y
ocurrencias; la Verdad que
fundamenta sus convicciones y certezas; la Luz que ilumina su vida –sobre todo
cuando reina la oscuridad o la confusión–.
Con toda tu alma
Alma y espíritu, en
una correcta antropología, no son lo mismo. Si bien es cierto que en el hombre
coinciden. El “alma” es lo que anima, lo
que vivifica, nuestro ser; o, con
otras palabras, lo que está dentro o debajo de nuestro ser y obrar. Así como
el corazón es el núcleo afectivo de la persona, el alma es su motor; ahí donde hunden sus raíces todas
las motivaciones. Amar al Señor con toda el alma significa hacer de Él la motivación fundamental de todo nuestro obrar: “Lo hago por
Él”. Aquí entra un elemento espiritual importantísimo: nuestra capacidad de ofrecimiento. Amar a Dios
con toda el alma es ofrecérselo todo
a Él. Desde el bautismo, todos somos sacerdotes.
Es decir, fuimos habilitados para
ofrecerlo todo a Dios en sacrificio de
alabanza. La palabra “sacrificio” no significa necesariamente “sufrimiento”.
Significa, etimológicamente, “hacer sagrado” algo (“sacrum – facere”). Amar a Dios con toda el alma significa darle un valor sagrado a todo lo que somos y
hacemos al “transformarlo” en ofrenda agradable a Dios en virtud de nuestro
sacerdocio bautismal. Todo lo que se ofrece a Dios se convierte, así, en
sacrificio. San Pablo lo entendió perfectamente: «Por tanto, ya comáis, ya
bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (Rm. 10, 31).
Con todas tus fuerzas
“Fuerza” significa potencia, capacidad para... Según la
filosofía clásica, las potencias son
facultades del hombre. Típicamente se habla de potencias corporales (sensibilidad, emotividad, etc.) y de potencias espirituales o superiores
(inteligencia y voluntad). Amar a Dios con
todas las fuerzas significa amarlo con toda nuestra capacidad de amar. Ante todo, con nuestra voluntad; es decir, con
nuestra decisión de amarlo. Dios es
Espíritu, dice san Juan. Como tal, no impacta
directamente nuestra sensibilidad. Pero sí nuestra inteligencia y nuestra
voluntad. Por eso, el amor a Dios es, ante todo, un acto de voluntad. Si hay además
repercusiones emotivas o sensibles, qué mejor. Pero si éstas faltan, no
significa que no haya amor. Ahora bien, Dios se encarnó en Cristo. Y Cristo, a
su vez, se “encarnó” en nuestro prójimo. Nuestra sensibilidad y nuestra
emotividad tienen mucho que hacer en el amor a Dios a través de nuestro
prójimo. Porque las personas que nos rodean sí impactan nuestra sensibilidad y
nuestra emotividad. Amar a Dios con todas nuestras fuerzas supone un amor real
y concreto a nuestro prójimo. Un amor que se traduce en tiempo dedicado,
palabras de afecto, detalles de cariño, ayuda concreta y hasta contacto físico.
Amar a Dios con todas nuestras fuerzas es amar en concreto; es traducir el amor a Dios a un lenguaje de carne y
hueso.
La mujer que amó a Dios con todo
El precepto del
amor, con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las
fuerzas, nadie lo ha cumplido cabalmente. Sólo María. Nosotros siempre tenemos áreas de oportunidad en el amor. Encomendémonos
a Ella para que, por lo menos, nuestro amor crezca y se acerque poco a poco a
esa totalidad que Dios nos pide.
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