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martes, 21 de agosto de 2012

CARNE


CARNE
19 de agosto de 2012


Domingo XX del Tiempo Ordinario
Parroquia de Ntra. Sra. de Fátima
Monterrey, N.L.

De pan a carne

Con el evangelio de este domingo, damos un paso crucial en nuestra reflexión eucarística. Jesús escogió pan, y pan ázimo, como materia prima de la Eucaristía. Hoy Jesús nos aclara que la verdadera materia de la Eucaristía no es pan; es carne. De hecho, Su Carne. Los judíos quedan perplejos ante la afirmación: «Y el pan que Yo les voy a dar es mi Carne, para que el mundo tenga vida». Pero Jesús no suaviza su expresión. Ni siquiera dice: les voy a dar mi Cuerpo. El texto original griego no usa la palabra soma –cuerpo–  sino sarx –carne–.


La degradación de la carne

El hombre es, desde su origen, espíritu encarnado. Conviene aclarar: la carne del hombre –su corporeidad–  no es una mera “envoltura”. Es constitutiva de su ser. Y tal como aparece en el relato de la creación, de suyo no requería ningún pudor. El hombre y la mujer estaban desnudos. Siendo todavía inocentes (es decir, sin malicia), Adán y Eva captaban la absoluta bondad de sus cuerpos y el resplandor de su significado original como signos eficaces del amor. El pecado original introdujo en sus cuerpos la ambigüedad. Nació la concupiscencia –la inclinación espontánea al pecado, y especialmente carnal–, y con ella, el pudor, que siempre ha sido insuficiente. Pronto, el apetito carnal degeneró y provocó las primeras tragedias de la humanidad. De hecho, al constatar el deterioro moral de las primeras generaciones humanas, Dios exclamó entristecido: «No permanecerá para siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne» (Gn. 6, 3). Poco más tarde se anunció el diluvio universal. Hoy, muchos siglos después, nuestra carne sigue siendo ambigua. Es carne redimida –como veremos– pero sigue actuando en ella la concupiscencia. El demonio se ha empeñado en desvirtuar el significado original de nuestra corporeidad y, en particular, de nuestra sexualidad. Como señala Christopher West en su Teología del Cuerpo, una cultura sobresaturada de sexo en realidad no sobrevalora la sexualidad, la banaliza; no la exalta, la rebaja. De hecho, nuestra atmósfera mediática ha alcanzado altos niveles de contaminación erótica. La conquista de la tecnología ha puesto al servicio de la carne recursos sin precedentes. Y cada uno es un cliente potencial porque su apetito sexual está siempre al acecho, esperando que le arrojen –literalmente– algo de “carnada”. En nuestra cultura secularizada, carne ha llegado a ser sinónimo de lujuria, infidelidad y desenfreno. ¡Y cuánta ruina personal, matrimonial, familiar y social provoca! Como tuve oportunidad de escribir en el libro Vicios y virtudes, «mientras el mundo siga erotizado, seguirá habiendo abusos, violaciones, infidelidades, enfermedades y muchas, muchas lágrimas» (p. 42).

La redención de la carne En este escenario tan triste, Jesús irrumpe con su don y nos devuelve la esperanza: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que Yo les voy a dar es mi carne, para que el mundo tenga vida». La carne de Cristo vivifica nuestra carne y le da un significado radicalmente opuesto al de la lujuria; o, más bien, su significado original como fuente de vida, amor y salvación. Desde entonces, para el cristianismo –en oposición al maniqueísmo o al estoicismo– la carne, la corporeidad, no es un antivalor; es, por el contrario, un valor nunca suficientemente apreciado. Tertuliano, uno de los primeros teólogos de la Iglesia, acuñó una expresión que se hizo clásica: “Caro cardo salutis” –la carne es eje de salvación–. Tertuliano se refería, ante todo, a la Encarnación del Hijo de Dios como fuente de salvación para el hombre. La Carne de Cristo es, de hecho, el “instrumento” de vida, amor y salvación por excelencia. Pero cabe también pensar que nuestra carne, nuestra corporeidad, está llamada a participar de esa potencia salvadora. Nuestra carne, vivificada por la de Cristo, ha de ser instrumento de salvación, no de condenación.

La Carne que da vida: la Eucaristía.

El pan eucarístico es Carne de Cristo; y la Carne eucarística es vida del hombre. La Eucaristía está por encima de toda imaginación: ¡es la Carne viva de Cristo! ¡Carne viva para vivificar la nuestra! En cada Eucaristía, Cristo… Nos da su Carne pura para borrar las manchas de la nuestra. Nos da su Carne dulce para neutralizar las amarguras de la nuestra. Nos da su Carne mansa para apaciguar las rabietas de la nuestra. Nos da su Carne serena para mitigar los ardores de la nuestra. Nos da su Carne sencilla para rebajar las vanidades de la nuestra. Nos da su Carne débil para sostener las fatigas de la nuestra. Nos da su Carne lacerada para sanar las heridas de la nuestra. Nos da su Carne viva para resucitar la nuestra. Realmente, ¡qué don tan grande en cada Eucaristía! Ya se entiende su obligatoriedad. La Iglesia, que también es Madre, sabe cuánto la necesitamos. Por eso nos obliga a participar en la Eucaristía aunque sea una vez a la semana. No le estamos haciendo ningún favor a Cristo. Es Él quien nos lo hace a nosotros.

María y la Carne de Cristo

María, nadie como tú hizo la experiencia de la Carne viva de Cristo. Nadie como tú se familiarizó tanto con esa Carne tan humana. Nadie como tú tomó entre sus manos esa Carne bendita bajada del cielo. Enséñanos a contemplar el Cuerpo de tu Hijo con asombro, pero también con confianza. Enséñanos a escuchar el Cuerpo de tu Hijo con veneración, pero también con familiaridad. Enséñanos a tocar el Cuerpo de tu Hijo con delicadeza, pero también con fuerza. Enséñanos a comer el Cuerpo de tu Hijo con profundo respeto, pero también con serena intimidad.


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