CARNE
19 de agosto de 2012
Domingo XX del Tiempo Ordinario
Parroquia de Ntra. Sra. de Fátima
Monterrey, N.L.
De pan a carne
Con el evangelio de este domingo, damos un paso crucial en nuestra reflexión
eucarística. Jesús escogió pan, y
pan ázimo, como materia prima de la Eucaristía. Hoy Jesús nos aclara que la verdadera materia de la Eucaristía no es pan; es carne. De hecho, Su Carne. Los judíos quedan perplejos ante la
afirmación: «Y el pan que Yo les
voy a dar es mi Carne, para que el mundo tenga vida». Pero Jesús no suaviza su expresión. Ni
siquiera dice: les voy a dar mi Cuerpo.
El texto
original griego no usa la palabra soma –cuerpo– sino sarx
–carne–.
La degradación de la carne
El hombre es, desde su origen, espíritu
encarnado. Conviene aclarar: la
carne del hombre –su corporeidad–
no es una mera “envoltura”. Es constitutiva
de su ser. Y tal como aparece en el
relato de la creación, de suyo no requería ningún pudor. El hombre y la mujer
estaban desnudos. Siendo todavía inocentes (es decir, sin malicia), Adán y Eva
captaban la absoluta bondad de sus cuerpos y el resplandor de su significado
original como signos eficaces del amor. El
pecado original introdujo en sus cuerpos la ambigüedad. Nació la concupiscencia
–la inclinación espontánea al pecado, y especialmente carnal–, y con ella, el
pudor, que siempre ha sido insuficiente.
Pronto, el apetito carnal
degeneró y provocó las primeras tragedias de la humanidad. De hecho, al constatar el deterioro moral de las primeras
generaciones humanas, Dios exclamó entristecido: «No permanecerá para siempre mi espíritu en el
hombre, porque no es más que carne» (Gn. 6, 3). Poco más tarde se anunció el
diluvio universal. Hoy, muchos siglos después, nuestra carne sigue siendo ambigua. Es carne
redimida –como veremos– pero sigue actuando en ella la concupiscencia. El demonio se ha empeñado en
desvirtuar el significado original de nuestra corporeidad y, en particular, de
nuestra sexualidad. Como señala Christopher West en su Teología del Cuerpo, una cultura sobresaturada de sexo en realidad
no sobrevalora la sexualidad, la banaliza; no la exalta, la rebaja. De hecho, nuestra atmósfera mediática ha
alcanzado altos niveles de contaminación erótica. La conquista de la tecnología
ha puesto al servicio de la carne recursos sin precedentes. Y cada uno es un
cliente potencial porque su apetito sexual está siempre al acecho, esperando
que le arrojen –literalmente– algo de “carnada”. En nuestra cultura secularizada, carne ha llegado a ser sinónimo de
lujuria, infidelidad y desenfreno. ¡Y cuánta ruina personal, matrimonial,
familiar y social provoca! Como tuve oportunidad de escribir en
el libro Vicios y virtudes, «mientras el mundo siga erotizado,
seguirá habiendo abusos, violaciones, infidelidades, enfermedades y muchas, muchas
lágrimas» (p. 42).
La redención de la carne En este escenario tan triste, Jesús irrumpe
con su don y nos devuelve la esperanza: «Yo
soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para
siempre. Y el pan que Yo les voy a dar es mi carne, para que el mundo tenga
vida». La
carne de Cristo vivifica nuestra carne y le da un significado radicalmente
opuesto al de la lujuria; o, más bien, su significado original como fuente de
vida, amor y salvación. Desde entonces, para el cristianismo –en oposición al
maniqueísmo o al estoicismo– la carne,
la corporeidad, no es un antivalor; es, por el contrario, un valor nunca
suficientemente apreciado. Tertuliano, uno de los primeros teólogos de la
Iglesia, acuñó una expresión que se hizo clásica: “Caro cardo salutis” –la carne es eje de salvación–. Tertuliano se refería,
ante todo, a la Encarnación del Hijo de Dios como fuente de salvación para el
hombre. La Carne de Cristo es, de
hecho, el “instrumento” de vida, amor
y salvación por excelencia. Pero cabe
también pensar que nuestra carne, nuestra corporeidad, está llamada a
participar de esa potencia salvadora. Nuestra
carne, vivificada por la de Cristo, ha de ser instrumento de salvación, no de
condenación.
La Carne que da vida: la Eucaristía.
El pan eucarístico es Carne de
Cristo; y la Carne eucarística es
vida del hombre. La Eucaristía está por encima de toda imaginación: ¡es la
Carne viva de Cristo! ¡Carne viva para vivificar la nuestra! En cada Eucaristía, Cristo… Nos da su Carne pura para borrar
las manchas de la nuestra. Nos da su
Carne dulce para neutralizar las amarguras de la nuestra. Nos da su Carne mansa para
apaciguar las rabietas de la nuestra. Nos
da su Carne serena para mitigar los ardores de la nuestra. Nos da su Carne sencilla para rebajar las vanidades de
la nuestra. Nos da su Carne débil para sostener las fatigas de la nuestra. Nos da su Carne lacerada para sanar las heridas de la
nuestra. Nos da su Carne viva para resucitar la nuestra.
Realmente, ¡qué don tan grande en cada Eucaristía! Ya se entiende su obligatoriedad. La Iglesia, que también es
Madre, sabe cuánto la necesitamos. Por
eso nos obliga a participar en la Eucaristía aunque sea una vez a la semana. No le estamos haciendo ningún favor a
Cristo. Es Él quien nos lo hace a
nosotros.
María y la Carne de Cristo
María, nadie como tú hizo la experiencia de la Carne viva de Cristo. Nadie como tú se familiarizó tanto con esa Carne tan humana. Nadie como tú tomó
entre sus manos esa Carne bendita
bajada del cielo. Enséñanos a
contemplar el Cuerpo de tu Hijo con asombro, pero también con confianza. Enséñanos a escuchar el Cuerpo de tu
Hijo con veneración, pero también con familiaridad. Enséñanos a tocar el Cuerpo
de tu Hijo con delicadeza, pero también con fuerza. Enséñanos a comer el Cuerpo
de tu Hijo con profundo respeto, pero también con serena intimidad.
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