Domingo X del Tiempo Ordinario10 de junio de
2012
Parroquia de Ntra. Sra. de Fátima Monterrey,
N.L.
El problema no es ser pecadores
“Yo les aseguro que
a los hombres se les perdonarán todos sus pecados”. Lo dice Jesús en el
Evangelio de hoy. Y es que Dios sabe de qué estamos hechos. Se acuerda de que
somos barro (cf. Sal. 103, 14). Por
eso no se escandaliza de nuestra debilidad. Hay quienes tal vez se sienten fuertes, puros y santos.
Tanto, que se vuelven intransigentes con las miserias y debilidades de los
demás.
¡Cómo dan pena, en
este sentido, esos que son “más papistas” que el Papa! Esos que ven con malos
ojos la “excesiva” bondad y comprensión de Dios y de la Iglesia. Y es que la
Iglesia, aunque exigente en la enseñanza, es comprensiva en el perdón. Qué bien lo explicó el novelista francés
G. Bernanos: «Una parroquia es
forzosamente sucia. Una cristiandad es más sucia aún. La Iglesia tiene que ser
una buena ama de casa, un ama de casa razonable. Una buena ama de casa sabe que
no puede hacer de su casa un relicario» (Diario de un cura rural). El problema no es ser pecadores. El problema
es nos reconocernos como tales y acudir al perdón de Dios.
El pecado contra el Espíritu Santo
Hay pecados muy feos,
como la idolatría, el homicidio, el abuso de poder, la injusticia hacia el
pobre, el adulterio, etc. Pero ningún pecado es imperdonable, si se pide
perdón. Sólo la blasfemia contra el Espíritu Santo no tiene perdón. ¿Cómo
explicar este único pecado imperdonable,
al que solemos llamar “pecado contra el Espíritu Santo”? Nada mejor que acudir al Catecismo de la
Iglesia Católica, que lo expone así: «“El que blasfeme contra el Espíritu Santo no
tendrá perdón nunca, antes bien será reo de pecado eterno” (Mc 3,29). No hay límites a la
misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la
misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus
pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo. Semejante endurecimiento
puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna» (Catecismo, n. 1864). En otras palabras, la misericordia de Dios
no tiene límites. El único límite lo pone el hombre cuando se cierra a la
misericordia de Dios. Porque la misericordia de Dios se ofrece, no se impone. Hasta
en eso, Dios es respetuoso de la libertad humana. Entre el pecado del hombre y
el perdón de Dios tiene que mediar un mínimo espacio de arrepentimiento, de
apertura a Dios, de confianza en Él.
Hay al menos dos
situaciones en que tal espacio no se da; es decir, dos formas de cerrarse a la
misericordia de Dios; dos maneras de blasfemar contra el Espíritu Santo: la obstinación
y la desesperación.
La obstinación en el mal
Obstinarse en el mal
es una manera de rechazar el perdón de Dios.
Quien no reconoce el
propio pecado y no se arrepiente de él, ¿cómo puede pedir perdón a Dios? A veces la obstinación en el mal es fruto de una
actitud de autosuficiencia frente a Dios. Quien no necesita a Dios tampoco
necesita su perdón. En el fondo es una cuestión de amor. Porque el amor nos
hace dependientes. Cuanto más amamos a una persona, tanto más nos urge su
perdón si la ofendemos. Otra forma de obstinación es la rebeldía. Lo que en la
antigüedad solía llamarse “impiedad”. Es una forma de inmadurez espiritual que
consiste en rechazar a Dios y sus mandamientos por ir contra nuestras pasiones
desordenadas. Quien se obstina en el mal, termina pereciendo en él.
Porque deforma su
conciencia y pierde el norte moral. Así no hay modo de arrepentirse. Como
alguno ha dicho, “quien no vive como piensa termina pensando como vive”.
Desesperar de Dios
La segunda situación
es quizá aún más peligrosa. Algunas personas jamás se sienten perdonadas. Piensan
que su pecado es tan grave que no tiene perdón de Dios. No se dan cuenta de que
cuanto más miserables, tanto más podemos ser objeto de la misericordia divina.
Por eso, lejos de
desesperar por nuestra debilidad, deberíamos agradecerla. Cada miseria nuestra
es una oportunidad para el encuentro con Dios misericordioso.
La desesperación
nunca viene de Dios. Es siembra del demonio.
Tantas veces, más
que la caída, lo que él busca es precisamente nuestra desesperación y
desaliento. Debemos convencernos, como dice J. Tissot en su libro El arte de aprovechar nuestras faltas,
de que avanza más rápido en la vía de la santidad una carreta desvencijada tirada
por un humilde burro que una elegante carroza tirada por un soberbio corcel. “Este es el gran triunfo del hombre: pedir perdón y volver a comenzar”
(J. Tissot).
María: Madre de la misericordia
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