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domingo, 28 de abril de 2013

EL “KPI” CRISTIANO




La madurez cristiana

En el mundo de los procesos industriales y empresariales suele hacerse referencia a los “KPI’s”. KPI’s son las iniciales de “Key Performance Indicators” (“Indicadores Clave de Desempeño”). El Evangelio de hoy nos ofrece, por así decir, el “KPI” –en singular, pues sólo es uno– para evaluar nuestro desempeño como cristianos. O, dicho de otra forma, el indicador de nuestra madurez cristiana: la caridad. «Amaos los unos a los otros como Yo os he amado –dijo Jesús a sus apóstoles en la Última Cena–; y por este amor reconocerán todos que son mis discípulos». Podría decirse que todo verdadero amor es amor cristiano. Porque Cristo, al hacerse hombre, hizo suyos todos los amores humanos. O mejor, hizo que todos los amores humanos fueran “cristianos”, asumiéndolos y dándoles su verdadero rango y valor.

Dar la vida que uno tiene

Ahora bien, cada uno ama a su modo; tiene una forma personalísima de amar. Jesús nos invita a un amor “como el suyo”. Pero eso no quita que cada uno tenga su propia genética en el amor. De hecho, la peculiaridad del amor de cada es una expresión más de la gran riqueza del amor, con sus múltiples formas, matices y modalidades. Gary Chapman nos hizo un gran servicio al escribir Los cinco lenguajes del amor. Pero él mismo reconoce que hay muchas maneras de expresar el amor; que hay dialectos, acentos regionales y formas muy personales de amar. Cada uno está llamado a amar con lo que es; a dar la vida que tiene.

“Como yo os he amado”

En cualquier caso, lo que es válido para todos, al menos como aspiración, es la invitación a amar “como Jesús nos ha amado”. Y, hay que decirlo, Jesús nos amó hasta el extremo; hasta dar la vida por nosotros. Carlo Carretto, en su libro Lo que importa es amar, narra una experiencia personal. Le ocurrió mientras transcurría un período de su juventud en el desierto, buscando un encuentro personal con Dios: «Una tarde encontré en el desierto a un anciano que temblaba de frío. Parece extraño hablar de frío en el desierto, pero en realidad es así, tanto que la definición del Sahara es: “País frío donde hace mucho calor cuando sale el sol”. Y el sol se había puesto y el anciano temblaba. Yo tenía dos mantas, las mías, las indispensables para pasar la noche. Dárselas quería decir que sería yo quien temblaría. Tuve miedo y me quedé con las dos mantas para mí. Durante la noche no temblé de frío, pero al día siguiente temblé por el juicio de Dios. Efectivamente, soñé que había muerto en un accidente, aplastado bajo una roca, al pie de la cual me había quedado dormido. Con el cuerpo inmovilizado bajo toneladas de granito, pero con el alma viva –¡y qué viva estaba!– fui juzgado. La materia del juicio fueron las dos mantas y nada más. Fui juzgado inmaduro para el Reino. Y la cosa era evidente. Yo, que había negado una manta a mi hermano por miedo al frío de la noche, había faltado al mandamiento de Dios: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. En realidad, había amado mi piel más que la suya. Y no era esto sólo. Yo, que habiendo aceptado imitar a Jesús haciéndome “pequeño hermano”, había tenido la revelación del amor de Cristo, que no se contentó con amar al prójimo “como a sí mismo”, sino que fue infinitamente más lejos y amó al prójimo hasta “morir en cruz por él”, había faltado a mi deber de discípulo de Jesús. ¿Cómo podía entrar en el Reino del Amor en esas condiciones? Justamente fui juzgado inmaduro y se me pidió que me quedara allí todo el tiempo necesario para alcanzar esa madurez. Así había entrado en mi purgatorio. Debía recorrer con la meditación y el sufrimiento dos largas etapas de la vida religiosa del hombre sobre la tierra: las del Antiguo y Nuevo Testamento. La del Antiguo, para convencerme del primer mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, y la del Nuevo, para hacer mío el mandamiento de Jesús: “Amarás a tu prójimo como yo lo he amado”, es decir, hasta el sacrificio. En pocas palabras, debía aprender a dar las dos mantas. La primera, para demostrar que amaba al hombre como a mí mismo; la segunda, para probar que, a imitación de Jesús, era capaz de llevar sobre mis espaldas los dolores de los demás. Desprovisto de las dos mantas, temblando de frío por calentar a mis hermanos, entraría en el Reino del Amor. ¡Antes no! ¿Estaba dispuesto a esto?» (Carlo Carretto, Lo que importa es amar, Introducción).

Amar hasta el sacrificio

Amar hasta el sacrificio: ése es el reto que tenemos todos los cristianos. No es fácil. De hecho, tampoco es una conquista permanente. Quizá amamos alguna vez hasta el heroísmo. Pero después, nuestro egoísmo hábilmente recupera el terreno perdido. La vida cristiana es una larga historia de amor porque vamos madurando muy poco a poco en el amor. Una cosa es cierta: nuestra madurez cristiana, nuestro “desempeño cristiano”, no tiene un indicador más fidedigno que el amor hasta el sacrificio. En cualquier caso, también hay que decirlo, amar cuesta, pero recompensa. Nadie más feliz que Jesús crucificado. No porque no le dolieran los clavos. Sino porque el amor llegaba en Él, en ese momento, a “su hora pico”, a su momento decisivo, a su victoria definitiva sobre el mal. Es lo que celebramos, finalmente, en la Pascua: el amor en su versión resucitada, tras pasar por su versión crucificada.

María amó hasta el extremo

La Virgen María nos dio un ejemplo muy grande de lo que es amar hasta el sacrificio. Ella entregó mucho más que sus “dos mantas”; Ella entregó a su Hijo por nuestra salvación. Que Ella nos alcance la gracia de avanzar y madurar cada vez más por el camino del amor hasta el sacrificio.

lunes, 22 de abril de 2013

CON OLOR A OVEJA



21 de Abril 2013

Una súplica especial

En cierta ocasión, Jesús pidió a sus discípulos que rogaran al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies (cf. Mt 9, 38). La Iglesia ha recogido este mandato de Cristo y ruega cada año por las vocaciones. Por todas las vocaciones: al sacerdocio, a la vida religiosa o consagrada, a la vida célibe no consagrada y a la vida matrimonial. Ella dedica, sin embargo, una jornada especial a pedir por las vocaciones sacerdotales: el IV Domingo de Pascua, también llamado Domingo del Buen Pastor. La misión del sacerdote es hacer presente a Cristo, Buen Pastor, en el mundo. El reto es grande; la respuesta tiene que ser valiente. Implica vencer miedos, dejar planes, sacrificar afectos y, lo más importante, renunciar a sí mismo para ser de Dios y de los demás. Evidentemente, pocos reciben esta vocación, al menos en comparación con las demás vocaciones. Y esos pocos no siempre la escuchan o aceptan. Cada año, los jóvenes que suben al altar para ser ordenados son menos de los necesarios.

“Sacerdotes según tu corazón”

La Oración por las vocaciones termina pidiendo: “Danos sacerdotes, religiosos y almas consagradassegún tu corazón”. La súplica nace, en realidad, de una promesa hecha por Dios mismo al pueblo de Israel: «Os daré pastores según mi corazón» (Jer  3, 15). El mundo necesita “pastores según el corazón de Dios”. Y el Papa Francisco, en la Misa Crismal del Jueves Santo, resumía así esta semblanza: “pastores con olor a ovejas”. Un pastor según el corazón de Dios es cercano a sus ovejas; tanto que se impregna del sudor, las lágrimas, el aroma, la esencia y el aliento de cada una. El sacerdote según el corazón de Dios es alguien que vive con y para sus ovejas. Nada de su vida le es ajeno. Todo le importa. Lo explicaba un sacerdote en un documental de los obispos norteamericanos sobre la vocación sacerdotal: «en un solo día te alegras con los papás en el bautizo de su recién nacido, te entristeces con una joven atribulada en la confesión; te ríes con los novios en su matrimonio y poco después lloras con una familia en el funeral de un ser querido”. Así es la vida del sacerdote: una vida con olor a oveja; una vida impregnada de todas las experiencias humanas.

El poder de la oración

Detrás de cada sacerdote hay muchas oraciones. Nadie puede responder al llamado de Dios ni ser buen pastor sin la oración de los demás. La oración abre el oído interior de los jóvenes al llamado de Dios y mueve su corazón a la valentía y la generosidad para decir “sí”. Porque ésa es la historia de toda vocación: Dios llama; el hombre se resiste; la gente reza; el corazón se abre y nace un seminarista; es decir, uno que lleva en sí la semilla de pastor. Sigue después el largo camino de la formación. No son años fáciles. Suele haber crisis, oscuridades y titubeos. Pero de nuevo, la oración de la Iglesia sostiene al seminarista hasta que llega, finalmente, el día de su unción sacerdotal. Y ya recibido el sacramento, se impone un nuevo reto: la santificación y perseverancia en el ministerio. Nuevo motivo para la oración de todos. Dios nos hizo pastores; pero pastores de barro. No tenía otro material a la mano para hacernos. Por eso a veces nos resquebrajamos. Todo sacerdote tiene alguna cuarteadura por algún lado. Sólo la oración y la comprensión de las ovejas nos recompone, nos sana, nos permite seguir a su servicio. ¡Qué grande y qué poderosa es la oración de las ovejas por sus pastores! Oren, sí; oren mucho por los jóvenes llamados al sacerdocio; y oren también por los sacerdotes, llamados todos a la santidad; y así haya más pastores según el corazón de Dios.

María, Madre de los sacerdotes

No hay sacerdote que no le deba su vocación a María. Ella es la Madre de los sacerdotes, porque cada uno de nosotros es otro Cristo en el mundo. A Ella acudimos cada noche, antes de acostarnos, para ponernos en sus manos; para pedirle fortaleza en nuestras debilidades y consuelo en nuestras penas. Dudo que haya algún sacerdote que no tenga a María en su habitación, en su breviario, en una estampa junto a su corazón. Por eso, al pedir por las vocaciones sacerdotales, lo hacemos siempre invocando la intercesión de María: “Te lo pedimos por la Inmaculada Virgen María de Guadalupe, tu Dulce y Santa Madre: Danos sacerdotes, religiosos y almas consagradas según tu corazón”.

domingo, 14 de abril de 2013

“¿Me amas?”



“¿Me amas?”

El último capítulo del Evangelio de Juan gira en torno a una pregunta de Jesús. Jesús la dirige a Pedro, en primer término. Él sería su primer “Vicario” en la Tierra: aquel que ejercería en su nombre el oficio de Pastor Supremo para instruir, santificar y gobernar a su grey. Tenía que probar la idoneidad del candidato. Y qué mejor manera de hacerlo que preguntándole: “¿Me amas?”.

Una triple intención

En cualquier caso, la pregunta de Jesús sigue vigente. Y no sólo para Pedro y sus sucesores, sino para cada uno de nosotros, pastores y ovejas: “¿Me amas?”. Es la pregunta que Jesús nos hace a todos. Y nos la hace para que nosotros nos la hagamos. La pregunta la hace tres veces, variando un tanto la expresión en cada caso. Queda así evidente que su pregunta es mucho más que una curiosidad. Es un anhelo profundo, una aspiración; más aún, un triple deseo: el de mejorar la calidad, agrandar la cantidad y motivar la constancia de nuestro amor.

Jesús médico

“¿Me amas?”. Jesús es médico. Ausculta nuestro corazón. Él quiere que nuestro amor sea cada vez más sano, puro, recto, honesto. Y no hay forma de amar a nadie así si nuestro primer amor no es Él mismo. Dicho de otro modo, quien quiera amar de verdad a quien sea, tiene que amarlo “en Cristo y por Cristo”. Al amor humano le suele faltar pureza, honestidad, rectitud. Casi siempre brota de nuestro corazón mezclado con otras intenciones. Jesús quiere purificar nuestro amor. Por eso, independientemente de nuestro estado de vida, de a quién o a quienes debemos amar, Jesús nos pregunta: “¿Me amas?”. Amar en Cristo y por Cristo es la condición para amar de verdad a una esposa, a un hijo, a un hermano, a una novia, a un amigo.

Jesús mendigo

Jesús pregunta de nuevo: “¿Me amas?”. Esta vez, Jesús es mendigo. Sólo los enamorados se preguntan si los aman. Y un enamorado es un necesitado de amor. Jesús a veces tiene que hurgar en nuestro corazón, como los mendigos en los tambos de basura –valga la comparación–, para ver si encuentra algo para Él. Hasta ahí llega su necesidad de nuestro amor. Había gritado en la cruz, casi desesperadamente: “Tengo sed”. Sed de nuestra alma, hambre de nuestro amor. Jesús representa aquí a todos los que necesitan algo de nosotros –sea tiempo, atención, cariño, comprensión, perdón, generosidad– y nos obligan a incrementar nuestro amor, a estirarlo, a darlo siempre un poco más. Él está detrás de cada necesitado que toca a nuestra puerta, y nos pregunta: “¿Me amas?”.

Jesús motivador

Jesús pregunta por tercera vez: “¿Me amas?”. Esta vez, Jesús es un motivador de nuestro corazón.Todos nos cansamos de amar. Todos hemos experimentado la fatiga del corazón. Jesús nos pregunta por tercera vez si lo amamos para probar el aguante y la constancia de nuestro amor. Jesús sabe que sólo amándolo a Él podemos perseverar en el amor a los demás, hasta el heroísmo. El amor a Cristo ha sido, es y será la motivación de fondo de tantos amores que superan por mucho la etapa de las “maripositas”.

María, Madre del amor hermoso

María –dijo Juan Pablo II– es la Madre del amor hermoso. Ella sabe que Jesús nos viene preguntando a cada paso de la vida: “¿Me amas?”. Y también sabe que nuestra respuesta define, en cierto modo, la calidad, la cantidad y la constancia de nuestro amor. Pongamos nuestro corazón en manos de María para que Ella nos ayude a responder a Jesús, como Pedro, con plena sinceridad: “Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo”.

lunes, 8 de abril de 2013

QUE PIENSA, DICE Y HACE DIOS


Que piensa, dice y hace Dios



La Divina Misericordia

Santa Faustina Kowalska habla de tres tipos o grados de misericordia: de pensamiento, palabra y obra. Se refiere a la misericordia entre nosotros; a la que ella misma procuró vivir con sus hermanas de convento. Pero es obvio que esos tipos de misericordia tienen su fuente original en Dios. No hay misericordia que no brote de Dios. De hecho, cuanto más misericordiosos somos con los demás tanto más nos parecemos a Dios. Santa Faustina fue “profeta de la misericordia divina” en nuestros tiempos. Su Diario: La Divina Misericordia en mi alma, es un “bestseller” –dicho por Amazon Kindle– y ha tocado y transformado a millones de personas. Todo lo que Dios piensa, dice y hace con nosotros es siempre misericordia. Nuestra realidad física, moral y espiritual no da para otra cosa. Nuestro “máximo potencial” –ahora que tanto se escribe sobre “potencial humano”– consiste en ofrecerle a Dios toda nuestra miseria para que Él ejerza toda su misericordia sobre nosotros.

Misericordia de pensamiento: Dios Padre

Dios Padre piensa en cada uno de nosotros: es su primera misericordia. De hecho, “sueña” con nosotros. Pero sus sueños, a diferencia de los nuestros, se hacen siempre realidad. Así nos trajo a la existencia, sacándonos de la miseria más absoluta: la del “no-ser”. El pensar de Dios no sólo es “creador”; también es “providente”. Al pensar en nosotros, pensó un “proyecto misericordioso”,  un camino sembrado de bendiciones, aunque nosotros no siempre lo percibamos así. Sus pensamientos no coinciden con los nuestros; hay que decirlo. Los suyos son más altos, más grandes, más atrevidos. Porque nos sueña siempre mejores, más realizados, más felices. Y al pensarnos así, “ve” en nosotros lo que todavía no somos. Por eso, su pensamiento también es “indulgente”. No se le esconde ninguna de mis faltas. Pero en su mente, me ve siempre bueno o, por lo menos, capaz de serlo.

Misericordia de palabra: Dios Hijo

Dios no sólo “piensa con misericordia de mí”. También “pronuncia” su misericordia sobre mí. El Hijo de Dios, Jesús, es esa Palabra misericordiosa del Padre. Jesús es la misericordia de Dios pronunciadasobre la humanidad; es la misericordia explícita del Padre; es su “declaración de amor” al hombre; o, como dice el profeta, su «canción de amor» (cf. Ez. 33, 32); su poema más sublime y concreto al mismo tiempo. Sólo que la Palabra de Dios, a diferencia de la nuestra, no se la lleva el viento. De hecho, el “viento” (Espíritu) nos la trajo aquel lejano día de la Anunciación. La misericordia de Dios se hizo Palabra; y la Palabra se hizo carne: ésa es la ecuación del corazón de Dios.

Misericordia de obra: Dios Espíritu Santo

Ahora bien, «la Palabra de Dios es viva y eficaz», dice la Biblia (Hb 4, 12). El Padre y el Hijo actúan su misericordia sobre nosotros a través de su Espíritu “santificador y dador de vida”. Él, el Espíritu de Dios, es la misericordia de Dios “en acción”. Es la misericordia que sana, reconstruye, sostiene, consuela, alienta, transforma, ilumina. En pocas palabras, es la Misericordia de Dios que “actúa” sobre nuestra miseria humana para elevarla al rango que Dios Padre quiso darnos en Cristo: el de ser “hijos de Dios”. Ahora bien, las obras de Dios, a diferencia de las nuestras, siempre son amorosas. Quizá el momento más elocuente de la obra misericordiosa del Espíritu Santo es la reconciliación de nuestras almas con Dios en virtud del soplo divino Jesús confió a los apóstoles el domingo de su Resurrección para que perdonasen los pecados. La fórmula de la absolución sacramental es una síntesis maravillosa de esta triple misericordia: “Dios Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo y derramó al Espíritu Santo para la remisión de los pecados te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz”. La misericordia del Padre encarnada en el Hijo y activa a través del Espíritu nos perdona. Lo que Dios piensa, dice y hace en nosotros es siempremisericordia.

María, Madre de gracia, Madre de misericordia

Entre misterio y misterio del Rosario, suele intercalarse una bellísima jaculatoria mariana: “María, Madre de gracia, Madre de misericordia: en la vida y en la muerte, ampáranos gran Señora”. A la misericordia de Dios no podía pasársele una necesidad básica del corazón humano: la necesidad de una Madre, de un corazón maternal al que nuestras miserias no sólo no la frenen en su amor, sino que la impulsen a amarnos más todavía; un corazón lo más parecido al de Dios. Es el Corazón de María. En Ella encontramos el espejo más nítido de la misericordia de Dios; en Ella descansamos, cargados de miserias, pero confiados al amparo de su gracia y su misericordia.