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domingo, 14 de julio de 2013

Buen samaritano



Un seminarista
Terminaba la segunda guerra mundial. Una chica judía, recién liberada de un campo de concentración, no tenía fuerzas para caminar hasta la estación del tren. Un joven, casi tan flaco como ella, la tomó en brazos y la llevó con gran esfuerzo hasta el andén. Además, fue y le consiguió como pudo un pan y un tazón de café. La chica no podía creerlo: era la primera vez, en muchísimo tiempo, que tenía una bebida caliente en sus manos. Al poco tiempo, el joven desapareció y no supo más de él. Después de muchos años, la mujer vino a saber que su abnegado salvador había sido un seminarista polaco llamado Karol Wojtyla. 

Cómo es un buen samaritano
No todos creen en los buenos samaritanos. “Habría que ser tontos para ser tan buenos”, piensan. Por fortuna, los buenos samaritanos existen. Juan Pablo II –ahora sabemos por qué– describe sus rasgos en una carta sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano: «Buen samaritano es todo hombre que se para junto al sufrimiento de otro hombre, de cualquier género que sea. Esta parada no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad. Es como el abrirse de una determinada disposición interior del corazón, que tiene también su expresión emotiva. Buen samaritano es todo hombre sensible al sufrimiento ajeno, el hombre que se conmueve ante la desgracia del prójimo» (Carta Salvifici doloris, 28).

Donar los pies
Las actitudes del buen samaritano se materializan en donaciones concretas. El del evangelio lo primero que donó fueron sus pies. Según la parábola, iba de viaje. Tenía rumbo y destino, pero sus pies se desviaron hacia el hombre caído en desgracia. El buen samaritano no sabe pasar de largo, como hacen tantos. No sabe evadir; sólo salir al encuentro.

Donar el tiempo
Y se detuvo. La ayuda empezaba a tener un costo concreto: el tiempo. Recurso preciadísimo, que todos defendemos. Para el buen samaritano, cualquier necesitado tiene el poder de detener las manecillas de su tiempo. Porque nada urge tanto como amar (cf. 2 Cor 5, 14). 

Donar el corazón
Dice a continuación la parábola que el buen samaritano se conmovió. La expresión emotiva –como dice el Papa– es un rasgo temperamental muy suyo. Donó su rumbo, donó su tiempo; ahora dona su corazón. Otros blindan su corazón para no sentir la desgracia ajena. Él, en cambio, abre, acerca y expone el corazón al sufrimiento de quien está malherido y despojado.

Donar las manos
«El buen samaritano –continúa el Papa– no se queda en la mera conmoción y compasión. Éstas se convierten para él en estímulo a la acción que tiende a ayudar al hombre herido». El buen samaritano también dona sus manos. Con ellas acaricia, lava, venda, carga y paga. Por algo las manos son cálidas, eficientes, versátiles y fuertes. Fueron diseñadas con todas las cualidades y destrezas que la caridad exige. 

El verdadero buen samaritano
¿Acaso sabremos algún día el verdadero nombre del buen samaritano? Jesús no lo dice. Pero todo hace pensar que la parábola es un autorretrato. Jesús vino al mundo para acercarse a una humanidad despojada y lacerada por el mal; para detenerse junto a todo hombre caído en desgracia, lavar sus heridas y pagar por adelantado el precio de su recuperación. El buen samaritano es mucho más que una parábola. Es el testimonio de Alguien que nos vino a enseñar que ayudar no es casualidad sino disponibilidad, no es contratiempo sino oportunidad, no es carga sino impulso del corazón, no es tontería sino sabiduría.

Vete y haz tú lo mismo
Muy probablemente has recibido alguna vez la ayuda de un buen samaritano, de alguien que se ha detenido junto a ti para auxiliarte desinteresadamente. Nos toca a todos hacer lo mismo. Es verdad, no siempre es fácil discernir entre quién necesita ayuda y quién abusa de la generosidad ajena. En cualquier caso, es preferible equivocarse dando a quien no necesita que no dando a quien sí necesita.

María, Madre de los buenos samaritanos
María nos alcance a todos la gracia de un amor como el de su Hijo Jesús, para ser generosos al donar los pies, el tiempo, las manos y el corazón.

domingo, 9 de junio de 2013

PARA VENCER LA MUERTE





Jesús ante la muerte


Una viuda sale de Naím. La acompaña una gran multitud. El cadáver de su único hijo va en un ataúd. Lo llevan a enterrar. Sincronizando bien su llegada –como hace Dios tan a menudo en nuestra vida– Jesús entra en Naím, seguido también de una muchedumbre. Las dos procesiones se topan. Una simboliza la vida; la otra, la muerte. El que es la Vida vence; y el joven resucita. De hecho, según los Evangelios, Jesús resucitaría a dos personas más: la hija de Jairo (Lc 8, 49 – 55) y Lázaro de Betania (Jn 11, 1 – 44). Las tres victorias, sin embargo, serían sólo provisionales. Los tres resucitados morirían más tarde. Sólo Jesús, con su resurrección –del todo inédita–vencería definitivamente a la muerte.


El drama de la muerte


No hay drama de más envergadura que la muerte. Ella es «el máximo enigma de la vida», afirma el Concilio Vaticano II. Pero lo hace con esperanza: «Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado» (GS 18). Los cristianos tenemos esta convicción. Pero no por eso deja de ser trágica la muerte. Al perder un ser querido, todos sentimos que el mundo nos queda más frío y vacío. Ahora bien, la muerte toca cotidianamente nuestra vida. Ella nos arranca un mordisco de existencia cada día. «El hombre, con todo su poder y su orgullo, termina agachándose para entrar en la enfermedad o la vejez y encogiéndose más aún para entrar en el ataúd» (Martín Descalzo). Pero más que el declive biológico, preocupa el del corazón. El drama entre la vida o la muerte se juega sobre todo ahí. Solía decir Juan Pablo II: «Cada uno tiene la edad de su corazón». Desde esta óptica, habría que temer tres maneras de morir en vida: la dureza, la superficialidad y la tristeza.


Dureza


Un signo evidente de la muerte es el enfriamiento y endurecimiento del cadáver. Los forenses lo llaman, con una expresión latina, «rigor mortis». Así es también la primera forma de morir en vida: se enfría y endurece el corazón; se pierde calidez, cordialidad y empatía; el rostro se torna adusto, serio, inexpresivo; y la actitud, impaciente, intolerante, crítica e inflexible.


Superficialidad


La segunda forma de morir en vida es la superficialidad. Se vive, quizá, intensamente, pero sin profundidad. A una vida así le encaja bien la descripción de Enrique Rojas sobre el hombre light: un sujeto trivial, ligero, frívolo, que acepta todo, pero carece de criterios sólidos. La superficialidad propicia la presencia de parásitos en el corazón: materialismo, hedonismo, relativismo, consumismo y permisivismo. Los parásitos roban energía, ilusión y densidad existencial. Quien no sufre la sana tensión de los grandes retos, ideales y proyectos, más que vivir, es vivido por la vida.


Tristeza


La tercera forma de morir en vida es abandonarse a la tristeza. Obviamente, ninguna vida está libre de tristezas. Después de todo, esta vida es un «valle de lágrimas», como reza la Salve. Pero Jesús nos dice a todos, como dijo a muchos en el Evangelio: «No llores». Jesús es «anti-tristeza». Él vino a devolverle al mundo la alegría original. La que existía antes del pecado y de la muerte. No nos libra de los dolores y las penas propias de esta vida, pero nos muestra el camino de la esperanza, del significado, del sentido, y así abre el espacio a la alegría, aun en medio del dolor.


La muerte nunca tiene la última palabra


De este modo, la muerte nunca tiene la última palabra. Por más que los existencialistas vieran la inexorable perspectiva de la muerte como causa de angustia –Martin Heidegger– y de náusea –Jean Paul Sartre– la muerte, en cualquiera de sus formas, es una oportunidad para que se manifieste de nuevo el poder y el significado de la vida. Como bien dijo el gran estadista checo Vaclav Havel, «sin la condición de la muerte no existiría nada parecido al sentido de la vida, y la vida humana no tendría nada de humano».


Volver a vivir





Ninguno de nosotros quiere vivir muerto; todos queremos una vida viva. Pues bien, el encuentro con Jesús nos da una vida así. Él no sólo está vivo; Él es «la Vida». Por eso se detiene a nuestro lado cuando sentimos y reconocemos que la muerte –en cualquiera de sus formas – invade nuestra vida, y nos manda con amorosa autoridad: «A ti te lo digo: ¡Levántate!».No sólo. Él nos participa, en cierto modo, su poder sobre la muerte. Todos tenemos, en alguna medida, la sublime capacidad de resucitar muertos. Cuando logramos sacar a alguien de su endurecimiento y frialdad, de su superficialidad y tristeza, estamos, en verdad, resucitando a un muerto.


María y la Palabra


No dudo que a Jesús le conmovieron profundamente las lágrimas de la viuda de Naím. Vio en Ella, quizá, la figura anticipada de otra mujer, para entonces también viuda, que llevaría a enterrar a su único Hijo: María, su Madre. Pero también a Ella, como a la viuda de Naím, Jesús resucitado le diría más tarde: «No llores: aquí estoy, vivo para siempre». María nos alcance a todos la profunda certeza y alegría de que la Vida siempre vencerá toda forma de muerte.

domingo, 2 de junio de 2013

UNA PALABRA

El poder de las palabras

Las palabras tienen fuerza propia. Una sola palabra puede destruir, desanimar, culpar y lastimar; o también edificar, alentar, sanar y perdonar. «Las palabras se las lleva el viento», dice el refrán popular. Todos, sin embargo, recordamos palabras que han impactado nuestra vida mucho tiempo. Y todos hemos esperado con ansia alguna vez una sola palabra –una respuesta, disculpa, noticia o, quizá, sólo un saludo–. Todo enamorado sabe lo que significa esperar una palabra.




Dios poderoso en palabras
El poder de la palabra divina quedó patente en la creación. Dijo Dios «haya luz», y hubo luz; dijo Dios «haya firmamento», y hubo cielo; dijo Dios «hagamos al ser humano», y hubo humanidad. Toda la fuerza del universo fue liberada y puesta en movimiento por la Palabra de Dios. Después del pecado, Dios pronunciaría de nuevo su Palabra. Pero esta vez encarnada, concreta, concisa: «Jesús». La nueva Palabra sería aún más poderosa que la Palabra creadora. Ella encerraría en sí la bondad infinita de Dios y, al mismo tiempo, su infinita potencia regeneradora. Pronunciada sobre la humanidad, re-crearía al ser humano, engendrando hombres y mujeres nuevos. Jesús es esa nueva Palabra de Dios, mansa y poderosa al mismo tiempo, que es pronunciada sobre la tierra, sobre la humanidad entera para que ésta quede sana.









Basta con que digas una sola palabra
El oficial romano del evangelio lo había intuido bien. Él también conocía el poder de las palabras. Tenía la experiencia de su propia autoridad: decía a uno «ve» y él iba; y al otro «ven», y venía. Quizá por eso, tras enviar recado a Jesús de que viniera a su casa a curar a un criado muy querido, reformuló su súplica e inspiró una de las frases más bellas de la Misa: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa; pero una palabra tuya bastará para sanar a mi criado». El Catecismo de la Iglesia Católica, citando a san Juan de la Cruz, nos recuerda que Dios sólo tiene una Palabra: «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra...» (n. 65). Jesús es la Palabra de Dios. Y Jesús es Amor misericordioso y regenerador; Amor que salva. Dios no tiene otra palabra que decirnos. De este modo, con esa Palabra, Dios resuelve todos nuestros crucigramas. Por eso, sin importar lo grave, difícil o vergonzoso de alguna situación, podemos siempre apelar a Dios con la misma súplica eficaz del centurión: «Basta con que digas una sola palabra… y mi alma, mi matrimonio, mi hijo/a, mi familia, mi realidad… quedará sana».

María y la Palabra
María fue la primera en escuchar la nueva Palabra que Dios pronunció sobre el mundo el día de la Encarnación. Y fue también la primera en experimentar el poder misericordioso y re-creador de esa Palabra: fue la Mujer Nueva por excelencia. Ella nos conceda dirigirnos a Jesús con las mismas palabras del evangelio: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanar mi alma».

domingo, 19 de mayo de 2013

EL DON DEL ESPÍRITU

EL DON DEL ESPÍRITU




La “Persona-don”
De las tres Personas Divinas, el Espíritu Santo es el más difícil de “imaginar”. Al Padre y al Hijo podemos de alguna manera “verlos” con un rostro concreto. El Espíritu Santo, en cambio, aunque en el simbolismo bíblico se presenta como paloma, fuego, agua, viento, etc., escapa a nuestra imaginación; no tiene para nosotros un “rostro” definido. Por algo, el teólogo español Antonio Royo Marín lo llamó “el gran desconocido”. Él, como explica Juan Pablo II en su encíclica sobre el Espíritu Santo Dominum et Vivificantem, es la “Persona-amor”, la “Persona-don” (n. 10). Es Dios hecho “don” para el hombre. Por eso mismo, por ser “don”, es tan delicado, fino y respetuoso con nosotros. Los regalos se obsequian; no se imponen. Por otro lado, esa misma sutileza le permite “entrar” más profundamente en nosotros. Sorprende cómo transforma poco a poco, suavemente, los corazones más duros, las voluntades más cerradas, las mentes más obcecadas, los espíritus más rebeldes.

Cómo actúa el Espíritu

El Espíritu Santo no tiene restricciones cuando actúa en nosotros. Él es la Libertad por esencia. Y así se sirve de lo que “le pega la gana” para empapar y transformar nuestro interior. Sin embargo, siguiendo la Biblia, la teología ha reconocido siete maneras específicas de obrar del Espíritu Santo en nosotros, que corresponden a siete necesidades profundas del ser humano. Son los dones del Espíritu Santo. Dios nos reveló estos dones ya en el Antiguo Testamento. Isaías, hablando del Mesías, profetizó: «Reposará sobre él el espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahveh» (Is. 11, 2). En el elenco falta el “espíritu de piedad”, que está implícito en el “temor de Yahvhe” y aparece más claramente en otros pasajes de la Biblia, como en Rm 8, 15. El Catecismo nos recuerda la finalidad de estos dones: «La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Éstos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo» (n. 1831).

El don de sabiduría

“Saber” viene del latín “sapere”. Es la misma etimología del verbo “saborear”. Pudiera decirse que el don de sabiduría nos ayuda a saborear las cosas de Dios. El don de sabiduría nos ayuda a “disfrutar” de verdad el encuentro con Dios a través de la fe, la liturgia, la práctica de la caridad y la oración. “Saber” es, en cierto modo, “alinear” nuestras facultades, capacidades, actitudes y comportamientos al encuentro y la experiencia de Dios. Ésta es la verdadera “sabiduría”: la que conduce a la salvación. Como bien decía santa Teresa: «el que se salva sabe; el que no, no sabe nada».

El don de inteligencia

Dios es un misterio. Sus actuaciones también. Nuestra mente discurre por un laberinto sin salida cuando intenta comprender lo humanamente incomprensible. El Espíritu Santo viene en nuestro auxilio con el don de inteligencia. Este don nos ayuda a entender las cosas de Dios. Entender es mucho más que conocer. Hay personas con pobre instrucción teológica, pero ricas en inteligencia sobrenatural, que entienden la fe mejor que los teólogos. El don de inteligencia, como indica su etimología (intus-legere) permite al alma “leer dentro” del misterio de Dios e intuir de alguna manera el sentido profundo y amorosamente providencial de todas sus actuaciones.

El don de consejo

La prudencia humana es la virtud por la que aplicamos los grandes principios, valores y convicciones a las circunstancias concretas de cada momento. No es fácil. Todos hemos tenido la triste experiencia de haber sido imprudentes, y lamentado sus consecuencias. La vida nos presenta a veces situaciones complejas, de difícil discernimiento. Otras, las más, son decisiones de todos los días, pero que requieren buenas dosis de prudencia en el actuar, decir, reaccionar. Pues bien, el Espíritu Santo viene en nuestro auxilio con su don de consejo para iluminar, elevar y rectificar nuestra prudencia. El don de consejo es como una “prudencia sobrenatural”. Nos ayuda a discernir el comportamiento más adecuado, el más “cristiano”, en cada circunstancia. Como reza una bellísima oración: «Espíritu Santo inspírame lo que debo pensar, lo que debo decir, lo que debo callar, lo que debo escribir, lo que debo hacer, cómo debo obrar para procurar el bien de los hombres, el cumplimiento de mi misión y el triunfo del Reino de Cristo».

El don de ciencia


El libro del Génesis nos enseña que Dios creó todo y lo puso al servicio del hombre (Gn 1, 28). El pecado original, sin embargo, introdujo el abuso de la creación por parte del hombre. El don de ciencia nos ayuda a tomar la actitud correcta ante las creaturas; a comprender su verdadero sentido y finalidad; y a usarlas con alegría, mesura y rectitud. «Él todo lo creó para que subsistiera, las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte ni imperio del Hades sobre la tierra» (Sb 1, 14). El Espíritu Santo quiere que usemos y disfrutemos la creación que Dios puso a nuestro servicio. Por eso nos inspira una regla básica: para gozar y aprovechar las cosas hay que usarlas tanto cuanto nos ayuden a cumplir nuestra misión en esta vida y llegar al cielo.

El don de fortaleza

Todos somos débiles; tenemos nuestro “talón de Aquiles”. El Espíritu Santo, bien consciente de ello, viene en nuestro auxilio con su don de fortaleza. Este don nos alienta continuamente y nos ayuda a superar las dificultades que encontramos en nuestro caminar hacia Dios. El Espíritu Santo está siempre a nuestro lado (es lo que significa “Paráclito”). Pero lo está especialmente cuando nos sentimos cansados, desanimados, hartos de caer en lo mismo. Él sabe que siempre necesitamos su indulgencia; más aún, sabe que esta indulgencia es muchas veces la mejor manera de motivarnos a mejorar. Pero también sabe que solos no podemos. Nos presta entonces el “poder de su brazo” (cf. Sal 89, 14). La escena de Pedro que se hunde por falta de fe, pero es sostenido por el brazo de Jesús, es una imagen elocuente de este don. El Espíritu Santo es el “brazo poderoso” de Dios que nos sostiene en nuestras debilidades.

El don de piedad

Dios no nos quiere esclavos sino hijos. Por eso, dice san Pablo, nos dio un “espíritu de adopción filial” (Rm 8, 15). El Espíritu Santo, mediante el don de piedad, ayuda a cada uno a ser “más hijo” de Dios. En ese sentido, nos ayuda a entender que no somos –no podemos ser– plenamente autónomos e independientes. Siempre que el hombre ha pretendido “liberarse” de Dios, no ha hecho más que actuar contra sí mismo. El Espíritu Santo nos ayuda a ser dóciles, a reconocer nuestra dependencia de Dios; la cual, lejos de esclavizar, nos libera. De hecho, la vida cristiana es un camino de progresiva libertad que nos lleva al pleno convencimiento de lo que realmente somos: hijos de Dios.


El don de temor de Dios

Y precisamente por ser sus hijos, Dios no quiere que le tengamos miedo “a Él”. El demonio se ha encargado siempre de inculcarnos ese miedo. Lo hizo con Adán cuando le incitó a pecar. Después del pecado, Dios salió al encuentro de Adán: «¿Dónde estás?»; y Adán le respondió: «Te oí andar por el jardín y tuve miedo» (Gn 3, 10). El Catecismo nos recuerda que el “miedo de Dios” provoca muchas veces crisis de fe. Textualmente dice: «esa actitud del hombre pecador que, por miedo, se oculta de Dios y huye ante su llamada» (n. 29). El temor que el Espíritu Santo infunde en nosotros es muy diferente, por no decir exactamente lo opuesto: es el temor a lastimar de cualquier forma nuestra relación con Dios. Lo que Dios menos quiere es que haya distancias entre Él y nosotros. Por eso nos convence, mediante su Espíritu, de que perderlo a Él es la mayor pérdida que podemos tener en la vida. Al mismo tiempo, nos motiva a buscar lo antes posible la reconciliación con Dios cuando hemos perdido su amistad por causa del pecado.

María, la llena del Espíritu

Nadie como María puede enseñarnos cómo recibir los dones de Dios. Y especialmente el Don del Espíritu. El ángel le dijo en la Anunciación: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra » (Lc 1, 35). Esas mismas palabras se vuelven realidad hoy para cada uno de nosotros. En cada Pentecostés, Dios parece decirnos: “el Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Recibamos al “Dios–don”, al “Dios-amor”, y dejemos, a ejemplo de María, que Él actúe en nuestro corazón transformándolo y llenándolo de sabiduría, inteligencia, consejo, ciencia, fortaleza, piedad y santo temor.

domingo, 5 de mayo de 2013

EL DON DE LA PAZ



EL DON DE LA PAZ

Mi paz os doy

De niño, en Misa, había una frase que nunca entendía. La liturgia en México usaba entonces el “vosotros”. Y el padre hablaba de prisa. La frase era: «Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: Ni pasos dejo, ni pasos doy…». ¿Qué querría decir Jesús con esas misteriosas palabras? Sólo más tarde caí en la cuenta de que la frase era: «Mi paz os dejo; mi paz os doy…». Hoy es para mí una de las frases más hermosas y consoladoras de la Misa. ¡Suspiramos tanto por la paz! No sin razón. Paz es sinónimo de felicidad. «Daría la mitad de mi fortuna –decía un multimillonario– por tener un minuto de verdadera paz». Pues bien, Cristo tiene esa paz que necesitamos. Quizá sólo hace falta entenderla bien, buscarla donde está y luchar por ella.

Entender la paz

La paz es la tranquilidad del orden, decía san Agustín. Todos sabemos lo que es el orden: mantener cada cosa en su lugar. Si es así, para vivir en paz sólo hace falta colocar cada cosa en su lugar; particularmente nuestras relaciones vitales: con Dios, los demás, nosotros mismos y las cosas. Alterar el orden en cualquiera de estas relaciones supone perder la paz. Dicho de otra manera, quien mantiene en orden sus relaciones con Dios, con los demás, consigo mismo y con las cosas vive en paz. En la práctica, este orden requiere un discernimiento continuo sobre nuestro corazón. Como veremos, el mayor enemigo de la paz del corazón no son las amenazas externas, los vaivenes circunstanciales, las incertidumbres normales de la vida. Lo que más nos roba la paz es el desorden del corazón. La paz de Cristo reordena nuestro corazón. Por eso es una paz profunda, inalterable, en cierto modo blindada contra cualquier adversidad interna o externa.

Buscar la paz

También el mundo, a su modo, nos ofrece paz. Vinculándola a los conceptos de “seguridad” y/o “relax”, el mundo ha hecho de la paz una gran mercancía. ¡Y vaya que se vende! «Si quieres paz –parece decir el mundo– necesitas sistemas de protección, alarmas y candados, seguro para toda eventualidad, chequeos médicos periódicos y vacaciones en una playa desierta y paradisiaca». La paz de Cristo es muy diferente. Él nos dice: «No se la doy como la da el mundo». La paz de Cristo se funda en certezas de fe, en abandonos y confianzas, en rectitudes de conciencia, en coherencias de vida, en sanas prioridades, etc. Por eso la paz de Cristo es compatible con cualquier vicisitud. De hecho, cuando Cristo dijo a los apóstoles en la Última Cena: «La paz les dejo, mi paz les doy», sabía muy bien que les esperaban grandes dificultades, persecuciones, ataques, etc. Pero también sabía que su paz se sitúa en un plano más profundo que la piel, la sensibilidad y la emotividad: ella se instala en el corazón. Sólo estando ahí puede ser una “paz blindada”, a prueba de turbulencias.

Luchar por la paz

Como dijimos antes, la paz se basa en el orden de nuestras relaciones con Dios, con los demás, con nosotros mismos y con las cosas. En nuestro estado actual de seres inclinados al desorden por el pecado original, no es posible conquistar la paz sin luchar contra todo aquello que desordena nuestro corazón y nos roba la paz: la ambición excesiva, los malos deseos, la vanidad, la susceptibilidad, etc.; en una palabra, el egoísmo –es decir, el amor propio desordenado– en cualquiera de sus formas. Ahora bien, dado que en esta vida no nos es posible extirpar del todo el egoísmo, la conquista de la paz puede parecer una tarea imposible. Pues bien, aunque la lucha contra nuestro egoísmo no pueda tener tregua en esta vida, podemos recibir y experimentar  la paz de Cristo por la acción de su Espíritu en nosotros y por nuestra correspondencia a dicha acción. En otras palabras, Jesús nos da su paz dándonos su gracia para luchar contra nuestro egoísmo. Y aunque no venzamos del todo, más aún, aunque caigamos de nuevo muchas veces, heridos en la batalla, podremos siempre experimentar la paz de estar luchando. Quien, por el contrario, rehuye o abandona esta lucha interior, lejos de encontrar la paz encontrará turbación, intranquilidad, desasosiego interior. Quizá por eso Cristo añadió: «No se turbe vuestro corazón ni se acobarde». Como queriendo decirnos: «no temas la lucha; precisamente en ella encontrarás la paz».

María, Reina de la paz

En este mes de mayo, invoquemos a María, la Reina de la paz. ¡Ella ha pacificado tantos corazones a lo largo de la historia! Como pacificó el corazón de Juan Diego: «Oye y ten entendido, hijo mío, el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón. No temas esa enfermedad, ni otra alguna  enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás  bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester?» Que estas palabras de María acrecienten y maduren la paz de Cristo en nuestro corazón. 

domingo, 28 de abril de 2013

EL “KPI” CRISTIANO




La madurez cristiana

En el mundo de los procesos industriales y empresariales suele hacerse referencia a los “KPI’s”. KPI’s son las iniciales de “Key Performance Indicators” (“Indicadores Clave de Desempeño”). El Evangelio de hoy nos ofrece, por así decir, el “KPI” –en singular, pues sólo es uno– para evaluar nuestro desempeño como cristianos. O, dicho de otra forma, el indicador de nuestra madurez cristiana: la caridad. «Amaos los unos a los otros como Yo os he amado –dijo Jesús a sus apóstoles en la Última Cena–; y por este amor reconocerán todos que son mis discípulos». Podría decirse que todo verdadero amor es amor cristiano. Porque Cristo, al hacerse hombre, hizo suyos todos los amores humanos. O mejor, hizo que todos los amores humanos fueran “cristianos”, asumiéndolos y dándoles su verdadero rango y valor.

Dar la vida que uno tiene

Ahora bien, cada uno ama a su modo; tiene una forma personalísima de amar. Jesús nos invita a un amor “como el suyo”. Pero eso no quita que cada uno tenga su propia genética en el amor. De hecho, la peculiaridad del amor de cada es una expresión más de la gran riqueza del amor, con sus múltiples formas, matices y modalidades. Gary Chapman nos hizo un gran servicio al escribir Los cinco lenguajes del amor. Pero él mismo reconoce que hay muchas maneras de expresar el amor; que hay dialectos, acentos regionales y formas muy personales de amar. Cada uno está llamado a amar con lo que es; a dar la vida que tiene.

“Como yo os he amado”

En cualquier caso, lo que es válido para todos, al menos como aspiración, es la invitación a amar “como Jesús nos ha amado”. Y, hay que decirlo, Jesús nos amó hasta el extremo; hasta dar la vida por nosotros. Carlo Carretto, en su libro Lo que importa es amar, narra una experiencia personal. Le ocurrió mientras transcurría un período de su juventud en el desierto, buscando un encuentro personal con Dios: «Una tarde encontré en el desierto a un anciano que temblaba de frío. Parece extraño hablar de frío en el desierto, pero en realidad es así, tanto que la definición del Sahara es: “País frío donde hace mucho calor cuando sale el sol”. Y el sol se había puesto y el anciano temblaba. Yo tenía dos mantas, las mías, las indispensables para pasar la noche. Dárselas quería decir que sería yo quien temblaría. Tuve miedo y me quedé con las dos mantas para mí. Durante la noche no temblé de frío, pero al día siguiente temblé por el juicio de Dios. Efectivamente, soñé que había muerto en un accidente, aplastado bajo una roca, al pie de la cual me había quedado dormido. Con el cuerpo inmovilizado bajo toneladas de granito, pero con el alma viva –¡y qué viva estaba!– fui juzgado. La materia del juicio fueron las dos mantas y nada más. Fui juzgado inmaduro para el Reino. Y la cosa era evidente. Yo, que había negado una manta a mi hermano por miedo al frío de la noche, había faltado al mandamiento de Dios: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. En realidad, había amado mi piel más que la suya. Y no era esto sólo. Yo, que habiendo aceptado imitar a Jesús haciéndome “pequeño hermano”, había tenido la revelación del amor de Cristo, que no se contentó con amar al prójimo “como a sí mismo”, sino que fue infinitamente más lejos y amó al prójimo hasta “morir en cruz por él”, había faltado a mi deber de discípulo de Jesús. ¿Cómo podía entrar en el Reino del Amor en esas condiciones? Justamente fui juzgado inmaduro y se me pidió que me quedara allí todo el tiempo necesario para alcanzar esa madurez. Así había entrado en mi purgatorio. Debía recorrer con la meditación y el sufrimiento dos largas etapas de la vida religiosa del hombre sobre la tierra: las del Antiguo y Nuevo Testamento. La del Antiguo, para convencerme del primer mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, y la del Nuevo, para hacer mío el mandamiento de Jesús: “Amarás a tu prójimo como yo lo he amado”, es decir, hasta el sacrificio. En pocas palabras, debía aprender a dar las dos mantas. La primera, para demostrar que amaba al hombre como a mí mismo; la segunda, para probar que, a imitación de Jesús, era capaz de llevar sobre mis espaldas los dolores de los demás. Desprovisto de las dos mantas, temblando de frío por calentar a mis hermanos, entraría en el Reino del Amor. ¡Antes no! ¿Estaba dispuesto a esto?» (Carlo Carretto, Lo que importa es amar, Introducción).

Amar hasta el sacrificio

Amar hasta el sacrificio: ése es el reto que tenemos todos los cristianos. No es fácil. De hecho, tampoco es una conquista permanente. Quizá amamos alguna vez hasta el heroísmo. Pero después, nuestro egoísmo hábilmente recupera el terreno perdido. La vida cristiana es una larga historia de amor porque vamos madurando muy poco a poco en el amor. Una cosa es cierta: nuestra madurez cristiana, nuestro “desempeño cristiano”, no tiene un indicador más fidedigno que el amor hasta el sacrificio. En cualquier caso, también hay que decirlo, amar cuesta, pero recompensa. Nadie más feliz que Jesús crucificado. No porque no le dolieran los clavos. Sino porque el amor llegaba en Él, en ese momento, a “su hora pico”, a su momento decisivo, a su victoria definitiva sobre el mal. Es lo que celebramos, finalmente, en la Pascua: el amor en su versión resucitada, tras pasar por su versión crucificada.

María amó hasta el extremo

La Virgen María nos dio un ejemplo muy grande de lo que es amar hasta el sacrificio. Ella entregó mucho más que sus “dos mantas”; Ella entregó a su Hijo por nuestra salvación. Que Ella nos alcance la gracia de avanzar y madurar cada vez más por el camino del amor hasta el sacrificio.

lunes, 22 de abril de 2013

CON OLOR A OVEJA



21 de Abril 2013

Una súplica especial

En cierta ocasión, Jesús pidió a sus discípulos que rogaran al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies (cf. Mt 9, 38). La Iglesia ha recogido este mandato de Cristo y ruega cada año por las vocaciones. Por todas las vocaciones: al sacerdocio, a la vida religiosa o consagrada, a la vida célibe no consagrada y a la vida matrimonial. Ella dedica, sin embargo, una jornada especial a pedir por las vocaciones sacerdotales: el IV Domingo de Pascua, también llamado Domingo del Buen Pastor. La misión del sacerdote es hacer presente a Cristo, Buen Pastor, en el mundo. El reto es grande; la respuesta tiene que ser valiente. Implica vencer miedos, dejar planes, sacrificar afectos y, lo más importante, renunciar a sí mismo para ser de Dios y de los demás. Evidentemente, pocos reciben esta vocación, al menos en comparación con las demás vocaciones. Y esos pocos no siempre la escuchan o aceptan. Cada año, los jóvenes que suben al altar para ser ordenados son menos de los necesarios.

“Sacerdotes según tu corazón”

La Oración por las vocaciones termina pidiendo: “Danos sacerdotes, religiosos y almas consagradassegún tu corazón”. La súplica nace, en realidad, de una promesa hecha por Dios mismo al pueblo de Israel: «Os daré pastores según mi corazón» (Jer  3, 15). El mundo necesita “pastores según el corazón de Dios”. Y el Papa Francisco, en la Misa Crismal del Jueves Santo, resumía así esta semblanza: “pastores con olor a ovejas”. Un pastor según el corazón de Dios es cercano a sus ovejas; tanto que se impregna del sudor, las lágrimas, el aroma, la esencia y el aliento de cada una. El sacerdote según el corazón de Dios es alguien que vive con y para sus ovejas. Nada de su vida le es ajeno. Todo le importa. Lo explicaba un sacerdote en un documental de los obispos norteamericanos sobre la vocación sacerdotal: «en un solo día te alegras con los papás en el bautizo de su recién nacido, te entristeces con una joven atribulada en la confesión; te ríes con los novios en su matrimonio y poco después lloras con una familia en el funeral de un ser querido”. Así es la vida del sacerdote: una vida con olor a oveja; una vida impregnada de todas las experiencias humanas.

El poder de la oración

Detrás de cada sacerdote hay muchas oraciones. Nadie puede responder al llamado de Dios ni ser buen pastor sin la oración de los demás. La oración abre el oído interior de los jóvenes al llamado de Dios y mueve su corazón a la valentía y la generosidad para decir “sí”. Porque ésa es la historia de toda vocación: Dios llama; el hombre se resiste; la gente reza; el corazón se abre y nace un seminarista; es decir, uno que lleva en sí la semilla de pastor. Sigue después el largo camino de la formación. No son años fáciles. Suele haber crisis, oscuridades y titubeos. Pero de nuevo, la oración de la Iglesia sostiene al seminarista hasta que llega, finalmente, el día de su unción sacerdotal. Y ya recibido el sacramento, se impone un nuevo reto: la santificación y perseverancia en el ministerio. Nuevo motivo para la oración de todos. Dios nos hizo pastores; pero pastores de barro. No tenía otro material a la mano para hacernos. Por eso a veces nos resquebrajamos. Todo sacerdote tiene alguna cuarteadura por algún lado. Sólo la oración y la comprensión de las ovejas nos recompone, nos sana, nos permite seguir a su servicio. ¡Qué grande y qué poderosa es la oración de las ovejas por sus pastores! Oren, sí; oren mucho por los jóvenes llamados al sacerdocio; y oren también por los sacerdotes, llamados todos a la santidad; y así haya más pastores según el corazón de Dios.

María, Madre de los sacerdotes

No hay sacerdote que no le deba su vocación a María. Ella es la Madre de los sacerdotes, porque cada uno de nosotros es otro Cristo en el mundo. A Ella acudimos cada noche, antes de acostarnos, para ponernos en sus manos; para pedirle fortaleza en nuestras debilidades y consuelo en nuestras penas. Dudo que haya algún sacerdote que no tenga a María en su habitación, en su breviario, en una estampa junto a su corazón. Por eso, al pedir por las vocaciones sacerdotales, lo hacemos siempre invocando la intercesión de María: “Te lo pedimos por la Inmaculada Virgen María de Guadalupe, tu Dulce y Santa Madre: Danos sacerdotes, religiosos y almas consagradas según tu corazón”.

domingo, 14 de abril de 2013

“¿Me amas?”



“¿Me amas?”

El último capítulo del Evangelio de Juan gira en torno a una pregunta de Jesús. Jesús la dirige a Pedro, en primer término. Él sería su primer “Vicario” en la Tierra: aquel que ejercería en su nombre el oficio de Pastor Supremo para instruir, santificar y gobernar a su grey. Tenía que probar la idoneidad del candidato. Y qué mejor manera de hacerlo que preguntándole: “¿Me amas?”.

Una triple intención

En cualquier caso, la pregunta de Jesús sigue vigente. Y no sólo para Pedro y sus sucesores, sino para cada uno de nosotros, pastores y ovejas: “¿Me amas?”. Es la pregunta que Jesús nos hace a todos. Y nos la hace para que nosotros nos la hagamos. La pregunta la hace tres veces, variando un tanto la expresión en cada caso. Queda así evidente que su pregunta es mucho más que una curiosidad. Es un anhelo profundo, una aspiración; más aún, un triple deseo: el de mejorar la calidad, agrandar la cantidad y motivar la constancia de nuestro amor.

Jesús médico

“¿Me amas?”. Jesús es médico. Ausculta nuestro corazón. Él quiere que nuestro amor sea cada vez más sano, puro, recto, honesto. Y no hay forma de amar a nadie así si nuestro primer amor no es Él mismo. Dicho de otro modo, quien quiera amar de verdad a quien sea, tiene que amarlo “en Cristo y por Cristo”. Al amor humano le suele faltar pureza, honestidad, rectitud. Casi siempre brota de nuestro corazón mezclado con otras intenciones. Jesús quiere purificar nuestro amor. Por eso, independientemente de nuestro estado de vida, de a quién o a quienes debemos amar, Jesús nos pregunta: “¿Me amas?”. Amar en Cristo y por Cristo es la condición para amar de verdad a una esposa, a un hijo, a un hermano, a una novia, a un amigo.

Jesús mendigo

Jesús pregunta de nuevo: “¿Me amas?”. Esta vez, Jesús es mendigo. Sólo los enamorados se preguntan si los aman. Y un enamorado es un necesitado de amor. Jesús a veces tiene que hurgar en nuestro corazón, como los mendigos en los tambos de basura –valga la comparación–, para ver si encuentra algo para Él. Hasta ahí llega su necesidad de nuestro amor. Había gritado en la cruz, casi desesperadamente: “Tengo sed”. Sed de nuestra alma, hambre de nuestro amor. Jesús representa aquí a todos los que necesitan algo de nosotros –sea tiempo, atención, cariño, comprensión, perdón, generosidad– y nos obligan a incrementar nuestro amor, a estirarlo, a darlo siempre un poco más. Él está detrás de cada necesitado que toca a nuestra puerta, y nos pregunta: “¿Me amas?”.

Jesús motivador

Jesús pregunta por tercera vez: “¿Me amas?”. Esta vez, Jesús es un motivador de nuestro corazón.Todos nos cansamos de amar. Todos hemos experimentado la fatiga del corazón. Jesús nos pregunta por tercera vez si lo amamos para probar el aguante y la constancia de nuestro amor. Jesús sabe que sólo amándolo a Él podemos perseverar en el amor a los demás, hasta el heroísmo. El amor a Cristo ha sido, es y será la motivación de fondo de tantos amores que superan por mucho la etapa de las “maripositas”.

María, Madre del amor hermoso

María –dijo Juan Pablo II– es la Madre del amor hermoso. Ella sabe que Jesús nos viene preguntando a cada paso de la vida: “¿Me amas?”. Y también sabe que nuestra respuesta define, en cierto modo, la calidad, la cantidad y la constancia de nuestro amor. Pongamos nuestro corazón en manos de María para que Ella nos ayude a responder a Jesús, como Pedro, con plena sinceridad: “Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo”.