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domingo, 14 de julio de 2013

Buen samaritano



Un seminarista
Terminaba la segunda guerra mundial. Una chica judía, recién liberada de un campo de concentración, no tenía fuerzas para caminar hasta la estación del tren. Un joven, casi tan flaco como ella, la tomó en brazos y la llevó con gran esfuerzo hasta el andén. Además, fue y le consiguió como pudo un pan y un tazón de café. La chica no podía creerlo: era la primera vez, en muchísimo tiempo, que tenía una bebida caliente en sus manos. Al poco tiempo, el joven desapareció y no supo más de él. Después de muchos años, la mujer vino a saber que su abnegado salvador había sido un seminarista polaco llamado Karol Wojtyla. 

Cómo es un buen samaritano
No todos creen en los buenos samaritanos. “Habría que ser tontos para ser tan buenos”, piensan. Por fortuna, los buenos samaritanos existen. Juan Pablo II –ahora sabemos por qué– describe sus rasgos en una carta sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano: «Buen samaritano es todo hombre que se para junto al sufrimiento de otro hombre, de cualquier género que sea. Esta parada no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad. Es como el abrirse de una determinada disposición interior del corazón, que tiene también su expresión emotiva. Buen samaritano es todo hombre sensible al sufrimiento ajeno, el hombre que se conmueve ante la desgracia del prójimo» (Carta Salvifici doloris, 28).

Donar los pies
Las actitudes del buen samaritano se materializan en donaciones concretas. El del evangelio lo primero que donó fueron sus pies. Según la parábola, iba de viaje. Tenía rumbo y destino, pero sus pies se desviaron hacia el hombre caído en desgracia. El buen samaritano no sabe pasar de largo, como hacen tantos. No sabe evadir; sólo salir al encuentro.

Donar el tiempo
Y se detuvo. La ayuda empezaba a tener un costo concreto: el tiempo. Recurso preciadísimo, que todos defendemos. Para el buen samaritano, cualquier necesitado tiene el poder de detener las manecillas de su tiempo. Porque nada urge tanto como amar (cf. 2 Cor 5, 14). 

Donar el corazón
Dice a continuación la parábola que el buen samaritano se conmovió. La expresión emotiva –como dice el Papa– es un rasgo temperamental muy suyo. Donó su rumbo, donó su tiempo; ahora dona su corazón. Otros blindan su corazón para no sentir la desgracia ajena. Él, en cambio, abre, acerca y expone el corazón al sufrimiento de quien está malherido y despojado.

Donar las manos
«El buen samaritano –continúa el Papa– no se queda en la mera conmoción y compasión. Éstas se convierten para él en estímulo a la acción que tiende a ayudar al hombre herido». El buen samaritano también dona sus manos. Con ellas acaricia, lava, venda, carga y paga. Por algo las manos son cálidas, eficientes, versátiles y fuertes. Fueron diseñadas con todas las cualidades y destrezas que la caridad exige. 

El verdadero buen samaritano
¿Acaso sabremos algún día el verdadero nombre del buen samaritano? Jesús no lo dice. Pero todo hace pensar que la parábola es un autorretrato. Jesús vino al mundo para acercarse a una humanidad despojada y lacerada por el mal; para detenerse junto a todo hombre caído en desgracia, lavar sus heridas y pagar por adelantado el precio de su recuperación. El buen samaritano es mucho más que una parábola. Es el testimonio de Alguien que nos vino a enseñar que ayudar no es casualidad sino disponibilidad, no es contratiempo sino oportunidad, no es carga sino impulso del corazón, no es tontería sino sabiduría.

Vete y haz tú lo mismo
Muy probablemente has recibido alguna vez la ayuda de un buen samaritano, de alguien que se ha detenido junto a ti para auxiliarte desinteresadamente. Nos toca a todos hacer lo mismo. Es verdad, no siempre es fácil discernir entre quién necesita ayuda y quién abusa de la generosidad ajena. En cualquier caso, es preferible equivocarse dando a quien no necesita que no dando a quien sí necesita.

María, Madre de los buenos samaritanos
María nos alcance a todos la gracia de un amor como el de su Hijo Jesús, para ser generosos al donar los pies, el tiempo, las manos y el corazón.

domingo, 9 de junio de 2013

PARA VENCER LA MUERTE





Jesús ante la muerte


Una viuda sale de Naím. La acompaña una gran multitud. El cadáver de su único hijo va en un ataúd. Lo llevan a enterrar. Sincronizando bien su llegada –como hace Dios tan a menudo en nuestra vida– Jesús entra en Naím, seguido también de una muchedumbre. Las dos procesiones se topan. Una simboliza la vida; la otra, la muerte. El que es la Vida vence; y el joven resucita. De hecho, según los Evangelios, Jesús resucitaría a dos personas más: la hija de Jairo (Lc 8, 49 – 55) y Lázaro de Betania (Jn 11, 1 – 44). Las tres victorias, sin embargo, serían sólo provisionales. Los tres resucitados morirían más tarde. Sólo Jesús, con su resurrección –del todo inédita–vencería definitivamente a la muerte.


El drama de la muerte


No hay drama de más envergadura que la muerte. Ella es «el máximo enigma de la vida», afirma el Concilio Vaticano II. Pero lo hace con esperanza: «Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado» (GS 18). Los cristianos tenemos esta convicción. Pero no por eso deja de ser trágica la muerte. Al perder un ser querido, todos sentimos que el mundo nos queda más frío y vacío. Ahora bien, la muerte toca cotidianamente nuestra vida. Ella nos arranca un mordisco de existencia cada día. «El hombre, con todo su poder y su orgullo, termina agachándose para entrar en la enfermedad o la vejez y encogiéndose más aún para entrar en el ataúd» (Martín Descalzo). Pero más que el declive biológico, preocupa el del corazón. El drama entre la vida o la muerte se juega sobre todo ahí. Solía decir Juan Pablo II: «Cada uno tiene la edad de su corazón». Desde esta óptica, habría que temer tres maneras de morir en vida: la dureza, la superficialidad y la tristeza.


Dureza


Un signo evidente de la muerte es el enfriamiento y endurecimiento del cadáver. Los forenses lo llaman, con una expresión latina, «rigor mortis». Así es también la primera forma de morir en vida: se enfría y endurece el corazón; se pierde calidez, cordialidad y empatía; el rostro se torna adusto, serio, inexpresivo; y la actitud, impaciente, intolerante, crítica e inflexible.


Superficialidad


La segunda forma de morir en vida es la superficialidad. Se vive, quizá, intensamente, pero sin profundidad. A una vida así le encaja bien la descripción de Enrique Rojas sobre el hombre light: un sujeto trivial, ligero, frívolo, que acepta todo, pero carece de criterios sólidos. La superficialidad propicia la presencia de parásitos en el corazón: materialismo, hedonismo, relativismo, consumismo y permisivismo. Los parásitos roban energía, ilusión y densidad existencial. Quien no sufre la sana tensión de los grandes retos, ideales y proyectos, más que vivir, es vivido por la vida.


Tristeza


La tercera forma de morir en vida es abandonarse a la tristeza. Obviamente, ninguna vida está libre de tristezas. Después de todo, esta vida es un «valle de lágrimas», como reza la Salve. Pero Jesús nos dice a todos, como dijo a muchos en el Evangelio: «No llores». Jesús es «anti-tristeza». Él vino a devolverle al mundo la alegría original. La que existía antes del pecado y de la muerte. No nos libra de los dolores y las penas propias de esta vida, pero nos muestra el camino de la esperanza, del significado, del sentido, y así abre el espacio a la alegría, aun en medio del dolor.


La muerte nunca tiene la última palabra


De este modo, la muerte nunca tiene la última palabra. Por más que los existencialistas vieran la inexorable perspectiva de la muerte como causa de angustia –Martin Heidegger– y de náusea –Jean Paul Sartre– la muerte, en cualquiera de sus formas, es una oportunidad para que se manifieste de nuevo el poder y el significado de la vida. Como bien dijo el gran estadista checo Vaclav Havel, «sin la condición de la muerte no existiría nada parecido al sentido de la vida, y la vida humana no tendría nada de humano».


Volver a vivir





Ninguno de nosotros quiere vivir muerto; todos queremos una vida viva. Pues bien, el encuentro con Jesús nos da una vida así. Él no sólo está vivo; Él es «la Vida». Por eso se detiene a nuestro lado cuando sentimos y reconocemos que la muerte –en cualquiera de sus formas – invade nuestra vida, y nos manda con amorosa autoridad: «A ti te lo digo: ¡Levántate!».No sólo. Él nos participa, en cierto modo, su poder sobre la muerte. Todos tenemos, en alguna medida, la sublime capacidad de resucitar muertos. Cuando logramos sacar a alguien de su endurecimiento y frialdad, de su superficialidad y tristeza, estamos, en verdad, resucitando a un muerto.


María y la Palabra


No dudo que a Jesús le conmovieron profundamente las lágrimas de la viuda de Naím. Vio en Ella, quizá, la figura anticipada de otra mujer, para entonces también viuda, que llevaría a enterrar a su único Hijo: María, su Madre. Pero también a Ella, como a la viuda de Naím, Jesús resucitado le diría más tarde: «No llores: aquí estoy, vivo para siempre». María nos alcance a todos la profunda certeza y alegría de que la Vida siempre vencerá toda forma de muerte.

domingo, 2 de junio de 2013

UNA PALABRA

El poder de las palabras

Las palabras tienen fuerza propia. Una sola palabra puede destruir, desanimar, culpar y lastimar; o también edificar, alentar, sanar y perdonar. «Las palabras se las lleva el viento», dice el refrán popular. Todos, sin embargo, recordamos palabras que han impactado nuestra vida mucho tiempo. Y todos hemos esperado con ansia alguna vez una sola palabra –una respuesta, disculpa, noticia o, quizá, sólo un saludo–. Todo enamorado sabe lo que significa esperar una palabra.




Dios poderoso en palabras
El poder de la palabra divina quedó patente en la creación. Dijo Dios «haya luz», y hubo luz; dijo Dios «haya firmamento», y hubo cielo; dijo Dios «hagamos al ser humano», y hubo humanidad. Toda la fuerza del universo fue liberada y puesta en movimiento por la Palabra de Dios. Después del pecado, Dios pronunciaría de nuevo su Palabra. Pero esta vez encarnada, concreta, concisa: «Jesús». La nueva Palabra sería aún más poderosa que la Palabra creadora. Ella encerraría en sí la bondad infinita de Dios y, al mismo tiempo, su infinita potencia regeneradora. Pronunciada sobre la humanidad, re-crearía al ser humano, engendrando hombres y mujeres nuevos. Jesús es esa nueva Palabra de Dios, mansa y poderosa al mismo tiempo, que es pronunciada sobre la tierra, sobre la humanidad entera para que ésta quede sana.









Basta con que digas una sola palabra
El oficial romano del evangelio lo había intuido bien. Él también conocía el poder de las palabras. Tenía la experiencia de su propia autoridad: decía a uno «ve» y él iba; y al otro «ven», y venía. Quizá por eso, tras enviar recado a Jesús de que viniera a su casa a curar a un criado muy querido, reformuló su súplica e inspiró una de las frases más bellas de la Misa: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa; pero una palabra tuya bastará para sanar a mi criado». El Catecismo de la Iglesia Católica, citando a san Juan de la Cruz, nos recuerda que Dios sólo tiene una Palabra: «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra...» (n. 65). Jesús es la Palabra de Dios. Y Jesús es Amor misericordioso y regenerador; Amor que salva. Dios no tiene otra palabra que decirnos. De este modo, con esa Palabra, Dios resuelve todos nuestros crucigramas. Por eso, sin importar lo grave, difícil o vergonzoso de alguna situación, podemos siempre apelar a Dios con la misma súplica eficaz del centurión: «Basta con que digas una sola palabra… y mi alma, mi matrimonio, mi hijo/a, mi familia, mi realidad… quedará sana».

María y la Palabra
María fue la primera en escuchar la nueva Palabra que Dios pronunció sobre el mundo el día de la Encarnación. Y fue también la primera en experimentar el poder misericordioso y re-creador de esa Palabra: fue la Mujer Nueva por excelencia. Ella nos conceda dirigirnos a Jesús con las mismas palabras del evangelio: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanar mi alma».