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martes, 19 de marzo de 2013

CREER EN EL AMOR


17 de marzo de 2013


Creo

El Credo es una síntesis de nuestra fe. Síntesis que, por su densidad teológica, puede parecer un tanto fría y desencarnada. Muy al contrario, el Credo debería ser siempre la confesión emocionada de un Amor que atraviesa de punta a punta nuestra historia. Cada artículo del Credo evoca un episodio –valga la paradoja– de la más increíble historia de amor, que tiene su prólogo en la creación y su epílogo en la vida eterna. Y lo que vale para la macrohistoria de la humanidad vale también, a su modo, para la microhistoria de cada ser humano: el Credo revela la trama de fondo de cada vida humana, tejida de inicio a fin por el amor de Dios.

Por qué creer

La fe es, sin duda, un don de Dios; una gracia que nos abre el corazón a la revelación de su Amor. Pero es también, en cierto modo, una constatación. Nuestra fe no carece de experiencia. La fe es laexperiencia viva del hecho de que «en Él vivimos, nos movemos y existimos», como explicó Pablo a los griegos (cf. Hch 17, 28). Nuestra vida no se explica por sí misma. Al margen de Dios no sólo no tiene sentido: tampoco interpretación posible. En el fondo creemos porque, como hombres, hemos constatado y experimentado el amor de Dios hecho gracia salvadora en nuestra vida (cf. Tit  2, 11).

El relato de la mujer adúltera

El evangelio de hoy nos pone ante la experiencia de una mujer que pudo captar, en pocos minutos, la esencia de la fe cristiana. Una mujer sorprendida en adulterio es traída por los escribas y fariseos y colocada delante de Jesús. De inicio a fin, la escena evoca al menos cuatro grandes artículos del Credo; cuatro momentos clave de nuestra fe.

Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador

Dios no tiene fronteras; pero el crearnos fue, en cierto modo, un rebasar sus “propios límites”, un “salir de Sí mismo” –sin ninguna necesidad, por pura gratuidad– para compartir con alguien su misma vida y felicidad. Ese “alguien” es la creatura humana. Creatura que, para estar a la altura del diálogo con Dios, fue diseñada “a su imagen y semejanza”; es decir, fue dotada de inteligencia y voluntad para poder conocer y amar a su Creador. Al ser libre, sin embargo, experimentó también la posibilidad de una “no respuesta” al amor de Dios; de traicionarlo y abusar de sus dones. La mujer sorprendida en adulterio es imagen de una humanidad que no ha sabido estar a la altura del don recibido; de una humanidad que ha traicionado a su Creador y abusado de sus dones. En el caso particular de este Evangelio, del don de la sexualidad; uno de los más grandes y preciosos dones que Dios dio a la humanidad. Nuestra sexualidad es quizá lo más cercano al “amor unitivo y creador” de Dios, fuente de vida. Quizá por eso el demonio se ha ensañado tanto contra ella, procurando pervertirla –desviarla de su verdadero sentido– y desvirtuarla –despojarla de su verdadera fuerza–. Pero Dios es fiel en su amor al hombre. Dios nos amacon un amor perpetuo (cf. Jer  31, 3). No deja de elegirnos e invitarnos a ser sus hijos (cf. Ef 1, 4 – 5), aunque le fallemos. Por eso, Dios Padre tuvo y tiene siempre un “plan B”: un plan de redención, que ha resultado la revelación de un amor aún más grande y exuberante que el de creación.

Creo en un solo Señor, Jesucristo

La mujer adúltera es traída y colocada frente a Jesús. Contrasta inmediatamente la actitud de los acusadores con la de Jesús. Ellos se alzan y acusan. Él se inclina y calla. Era verdad; la ley mandaba: «Si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, será muerto tanto el adúltero como la adúltera» (Lev. 20, 10). Ésa era la “ley antigua”, la ley de Moisés. Pero la “ley nueva”, la ley de Jesús, sin negar la malicia del adulterio, ofrece una perspectiva más elevada y más profunda al mismo tiempo. Jesús se inclina y toca la tierra con sus dedos. El gesto evoca, quizá, lo que había dicho el salmista: «(Dios) no nos trata según nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas… que él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo» (Sal 103, 10.14). Jesús es el primer abogado del hombre. Y su primer argumento para defendernos y salvarnos es que “somos polvo”. Él no se sorprende, por tanto, de nuestro pecado; nos comprende. Pero Jesús no sólo toca la tierra sino que escribe en ella. Es la única vez que Jesús escribe algo, según el Evangelio. No sabemos qué escribió. Pero tal vez podemos intuirlo, tomando algunas pistas de la Biblia. La tierra es símbolo de nuestra condición humana. De la tierra fuimos formados según el relato bíblico (Gn 2, 7). Al escribir en tierra, Jesús realiza un gesto simbólico: está escribiendo su nueva ley en nuestros corazones, como había profetizado Jeremías: «Pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jer  31, 33). El profeta Ezequiel, por su parte, también había escrito: «Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas» (Ez 36, 26-27). Jesús es el nuevo y supremo legislador. La ley nueva y definitiva que escribe en nuestro corazón es la ley del amor: una ley en la que prevalece el perdón sobre la condenación; el corazón de carne sobre el corazón de piedra. Me parece significativo el hecho de que, según escribe Jesús, los acusadores sueltan sus piedras y se retiran paulatinamente. Sólo entonces Jesús se alza de nuevo. Y así, erigido como juez supremo, dice a la mujer: «Tampoco yo te condeno. Vete y no peques más». El defender a la mujer de sus acusadores y perdonarla de sus pecados fue mucho más que un gesto valiente y misericordioso de Jesús: fue una suprema revelación de la llegada definitiva del Reino de Dios al mundo. Lo dice el Apocalipsis: «Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los  acusaba día y noche delante de nuestro Dios» (Ap 12, 10). ¿Quién es el “acusador” de nuestros hermanos? ¿Quién es el que busca constantemente su condenación? Precisamente aquel que es “arrojado” fuera por el poder de Dios: el demonio.

Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida

Una última frase del relato alude, de cierto modo,  a nuestra fe en el Espíritu Santo: «Vete y no peques más». Ese “no peques más” no es posible –todos lo sabemos– sin una gracia especial de conversión, sin una transformación interior. Jesús había dicho en la última cena: «y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre» (Jn 14, 16). “Paráclito” significa abogado y consolador. Alguien que está “a nuestro lado” para defendernos de las asechanzas del mal y consolarnos en la lucha contra la tentación. El Espíritu Santo como “abogado y consolador”  tiene, además, una misión importantísima: la de “justificarnos”, en el sentido más profundo del término: transformarnos en “justos” mediante una verdadera regeneración de nuestra humanidad. Por eso es Señor y dador de vida. Porque nos da una vida nueva, una vida en Cristo. Su acción santificadora consiste en transformarnos en hombres y mujeres nuevos, según el modelo de Jesús. El Espíritu Santo nos permite así vivir la moral cristiana no como una esclavizadora imposición externa sino como una liberadora disposición interna. Sólo el Espíritu Santo nos permite emprender siempre de nuevo el camino de la santidad, amando cada vez más y pecando cada vez menos.

Creo en la Iglesia

Una última palabra sobre nuestra fe en la Iglesia, a la cual se alude, de forma indirecta, en el relato evangélico. Dice el texto que “todo el pueblo” estaba escuchando a Jesús cuando los escribas y fariseos trajeron a la mujer adúltera y colocarla en medio. Cuando todos los acusadores se habían retirado, el texto dice que la mujer seguía ahí, “en medio”. ¿En medio de quién? De la gente que escuchaba a Jesús; de esos discípulos que prefiguraban ya la futura Iglesia de Cristo. La Iglesia es la nueva comunidad de los creyentes en Cristo. Ella es “la casa y la comunidad” del amor de Dios en el mundo. A diferencia de los acusadores de la mujer adúltera, la comunidad eclesial acoge y perdona a los pecadores. Ante todo, porque la Iglesia misma, aunque es santa por la presencia de Dios en Ella, se reconoce también pecadora. Ella, dijo alguno, «no es un hotel de santos sino un hospital para pecadores». Por eso, Ella asume la compasión de Dios y administra ilimitadamente el perdón divino a los pecadores. Y lo hace a través de los sacramentos –especialmente del sacramento de la reconciliación– y de las indulgencias, usufructuando el tesoro infinito de los méritos de Cristo para la remisión de las penas temporales por el pecado (cf. Catecismo 1471). La Iglesia, de este modo, revela a cada hombre y mujer la misericordia infinita de Dios en el hoy de la historia.

María, Madre de la Misericordia y Refugio de los pecadores

En el Credo, la Santísima Virgen María aparece como aquella de la cual se encarnó Jesucristo, el Hijo único de Dios. Ella es, por lo mismo y a pleno título, la Madre de la Misericordia encarnada. Y en este sentido, comparte con su Hijo la misión de revelar al mundo el Amor misericordioso de Dios. De ese hermoso título, “Madre de la Misericordia”, se desprende otro, no menos hermoso y consolador: “Refugio de los pecadores”. Ojalá acudamos siempre a Ella, consolados por la fe y la esperanza de encontrar en sus brazos maternales un refugio infalible y una fuente inagotable de misericordia.


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miércoles, 13 de marzo de 2013

LA EXPERIENCIA DE LA FE Y EL PERDÓN

Domingo IV de Cuaresma

10 de marzo de 2013

Un tramo esencial de la fe

La experiencia de la fe necesita atravesar un tramo esencial: el perdón de Dios. Se diría que nadie ha hecho realmente la experiencia de Dios si no ha hecho la experiencia de su perdón. Después de todo, la fe es el encuentro con un Dios que nos ama profundamente, incondicionalmente, ilimitadamente. La Biblia lo expresa con palabras conmovedoras: «Cual la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Yahveh para quienes le temen; que él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo» (Sal 103, 13 – 14).

El itinerario de la conversión

Si Dios está siempre abierto y disponible para perdonarnos, lamentablemente el hombre no siempre está abierto y disponible para recibir su perdón. El Catecismo constata, con tristeza, que el hombre pecador puede sentir miedo, ocultarse de Dios y huir ante su llamada (cf. n. 29). El hombre, para convertirse, necesita superar esa resistencia interior: el miedo de Dios. La parábola del hijo pródigo es una obra maestra de trama literaria, psicológica y espiritual. Ella nos muestra, precisamente, el itinerario interior de la conversión en sus pasos esenciales. Un itinerario cuyas etapas de desarrollan a través de una progresiva madurez, lucidez, sensatez y confianza, y que podríamos sintetizar con cuatro verbos: reflexionar, recordar, regresar y recibir.

Reflexionar

El hijo pródigo empezó su conversión cuando se puso a reflexionar. Sólo así pudo reconocer su deplorable situación. Su feliz aventura de placeres y despilfarro le había llevado hasta un corral de cerdos. Comprendió así no sólo las dramáticas consecuencias del pecado; comprendió también la esencia del pecado como ofensa a Dios y rechazo del destino que Él pensó para el hombre, el cielo: «He pecado contra el cielo y contra ti…». Fue una reflexión lúcida y valiente. Los golpes de la vida le habían hecho crecer y madurar. También a nosotros, los “mazazos” y reveses de la vida nos ayudan y empujan a la interiorización, a ese primer paso de la conversión que va siempre en dirección al propio corazón. Ahí es donde se gesta el arrepentimiento profundo y la verdadera compunción.

Recordar

El segundo paso no es menos importante: recordar la casa del Padre. El joven recordó que en casa de su Padre nunca le faltó nada. Más concretamente, que siempre había pan en abundancia, mientras él ahora se moría de hambre. El “pan en abundancia” de la casa del Padre simboliza mucho más que una despensa llena. Simboliza la providencia de Dios, que vela continuamente por nuestra vida y provee a nuestras verdaderas necesidades. Dios es la verdadera casa del hombre; esa a la que pertenecemos, en la que no nos falta nada –aunque humanamente suframos indigencias de diverso género– y a la que siempre podemos volver. «Quien a Dios tiene, nada le falta», decía Santa Teresa. El recuerdo del joven se convirtió pronto en nostalgia: nostalgia de Dios; nostalgia de su casa junto a su Padre; nostalgia de aquellos tiempos que había vivido en la confianza de su cercanía, arropado siempre por su amor. El camino de la conversión será más sencillo y natural si dejamos hablar al corazón y expresar esa nostalgia de Dios que siempre lleva dentro.

Regresar

El siguiente paso de la conversión es regresar. A diferencia del griego “metanoia” –que significa literalmente “cambio de mentalidad”– el concepto de conversión en arameo es “shuhub”, que significa “volver”, “regresar”. Toda verdadera conversión es un caminar de regreso a Dios; a nuestro destino más natural porque es en realidad nuestro más profundo origen. Convertirse es volver sobre nuestros pasos. Las huellas que dejamos por el camino de nuestro extravío, hechas examen de conciencia y arrepentimiento, nos trazan la ruta del regreso. Es el camino de la reconciliación. Un camino siempre lleno de esperanza. Es verdad, el hijo pródigo no esperaba ser perdonado; pero sí acogido: «He pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco ser hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros». En el corazón del hijo latía siempre la convicción de la bondad profunda, inmensa, de su Padre; bondad que seguramente había observado tantas veces en el trato que su Padre daba a los jornaleros; nunca les faltaba nada. El hijo se acoge a esta esperanza fundamental. Pero el Padre rebasa todas sus expectativas…

Recibir

El último paso de la conversión es recibir. No había empezado a hablar el hijo cuando el Padre lo había ya abrazado y cubierto de besos. La experiencia de la fe es la experiencia del abrazo del Padre. Es la experiencia de recibir  un amor que sobrepasa todo merecimiento; más aún, un amor que tendría motivos para ser más correctivo que afectivo. La fe es esta capacidad del hombre de ser acogido y abrazado por Dios. Cuando el Catecismo enseña que el hombre es “capax Dei” –capaz de Dios–, quizá no se refiere únicamente a la capacidad del hombre de conocer y amar a Dios, sino también y sobre todo, de recibir y experimentar su amor. El camino de la conversión tiene su punto culminante en esta experiencia del abrazo del Padre, que todos hemos sentido –espero– en la forma de perdón y misericordia.

Los brazos abiertos de María

Podría tal vez decirse que así como Jesús es la revelación plena del amor del Padre, María es, a su modo, la expresión más nítida de la versión maternal de ese amor. Ella nos tiende siempre sus brazos abiertos, como el Padre; Ella es el recurso infalible en nuestros extravíos y tropiezos; Ella es, entiéndase bien, la “puerta trasera” del cielo; esa puerta que nunca tiene el seguro puesto. A ella confiemos nuestro camino de conversión en esta Cuaresma, para que todos, hijos pródigos, volvamos arrepentidos y esperanzados a la casa del Padre.