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domingo, 5 de septiembre de 2010

Sensualidad y Soberbia

El desequilibrio original


El ser humano es complejo. Mucho más que un sofisticado reloj suizo de alta precisión. Alma y cuerpo, genética y educación, temperamento y experiencia, naturaleza y gracia, todo contribuye a que la persona humana sea en verdad única, inédita, irrepetible e impredecible.

Como vimos en el escrito anterior, el pecado introdujo el desorden. La armonía original se trocó en desequilibrio y tensión. Y el amor, ímpetu espontáneo del corazón, quedó herido y contrastado por una nueva fuerza de signo contrario: el egoísmo.
Muy pronto el egoísmo dio a luz su primer fruto ─y quizá el más amargo: la división. Y así, desde el mismo amanecer de la humanidad hasta el día de hoy, el hombre se siente dividido, lacerado por rupturas desgarradoras en todas sus dimensiones. El hombre se rebeló a Dios, inventó la guerra contra los demás, traicionó su propia integridad y, de paso, rompió el equilibrio de toda la creación.



Para dar nombres, Adán desobedeció a Dios; Caín mató a Abel; David sucumbió a su propia carne cometiendo adulterio con la mujer de Urías; y Noé fue testigo de excepción de la venganza de la naturaleza contra una humanidad depravada, bajo la forma de un diluvio universal.
La fractura interior del hombre hizo que se perdiera la armonía entre su alma y su cuerpo, que siguen sin reconciliarse. El arte y la literatura han descrito prolijamente en sus lienzos y páginas esa lucha sin tregua, que tiene su verdadero escenario encarnizado y bañado en sangre en el corazón mismo del hombre. Cuerpo y alma quedaron no sólo desarticulados sino también heridos por el egoísmo. El cuerpo se enfermó de sensualidad; y el alma, de soberbia. Fue el origen de todas las pasiones desordenadas.

Pocos han expresado con tanta contundencia el drama de esa lucha interior como san Pablo. “Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior –escribía en su carta a los romanos– pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros.  ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?”[1].

La palabra “pasión” procede del verbo latino “patior”, que significa padecer, sufrir. Las pasiones son inclinaciones o tendencias espontáneas, a veces muy intensas. Casi siempre, las pasiones despiertan en respuesta a un estímulo que impacta la sensibilidad, la emotividad o, incluso, las facultades superiores de la persona. En sí mismas, las pasiones no son buenas ni malas. Depende del signo y del cauce que se les dé. Hay personas muy pasionales que subliman y usufructúan esas fuerzas con tal eficacia que alcanzan metas extraordinarias. Una película reciente ha puesto de nuevo bajo la mirada mundial la ya célebre figura del ex presidente de Sudáfrica, Nelson Mandela. Su tenacidad y buen sentido marcaron el antes y el después en la historia de aquel país, tan lastimado por la política racial del apartheid. La dura historia de Mandela –pasó veintisiete años en la cárcel por su oposición al régimen– y su posterior éxito político fueron el fruto de una honda y tenaz pasión por la justicia y de un legítimo orgullo encauzado hacia un objetivo de gran trascendencia para su pueblo. Con toda razón, recibió el Premio Nobel de la Paz en 1993.

Cuando hablamos de sensualidad y de soberbia nos estamos refiriendo a pasiones de signo negativo. No existe una “sana sensualidad” o una “soberbia legítima”. Son pasiones en sí desordenadas. Y, como tales, lastiman, hacen sufrir, provocan turbación, inquietud, pérdida de la paz, incluso ansiedad y angustia. Por su misma naturaleza, las pasiones son siempre pasajeras. Desafortunadamente, ocurre con frecuencia que al retirarse ya han provocado algún daño: una palabra ofensiva de más, una enemistad, una acción de consecuencias lamentables. Recuerdo a una mujer que vino a verme porque no sabía cómo reparar una gravísima ofensa verbal a su esposo. Sentía que, después de aquel triste incidente, ya nada sería igual en su relación. Y quizá tenía en parte razón.

La sensualidad y la soberbia son pasiones genéricas. De ellas brotan, como las ramas de un tronco, pasiones más específicas que, si se consienten e incorporan al comportamiento habitual, se convierten en vicios o defectos morales. La sensualidad da lugar a la pereza, la intemperancia, la lujuria, el afán excesivo de comodidad y la avaricia. La soberbia, por su parte, deriva en orgullo, vanidad, autosuficiencia, susceptibilidad y rebeldía.

Evidentemente, todos padecemos en cierta medida cada uno de estos vicios. Sin embargo, a cada persona corresponde una tendencia más pronunciada hacia una de las dos grandes ramas –la sensualidad o la soberbia– y, dentro de éstas, hacia algún vicio en específico, que es su defecto dominante. En ocasiones he preguntado a diferentes grupos: “Puestos a escoger, ¿hacia qué rama preferirían tender? A sabiendas de que ambas son malas y de que es ineludible tender hacia una de ellas”. Muchos me han respondido que los vicios de la sensualidad, por su índole corporal, son más visibles y por eso, aunque sean a veces más aparatosos, resultan más identificables y fáciles de combatir. El enemigo está a la vista. Los vicios de la soberbia, en cambio, al ser de índole espiritual, pueden ser más sutiles, casi imperceptibles y, por lo mismo, se detectan y combaten con más dificultad.

En la vida real, lamentablemente, no podemos escoger nuestras pasiones. Dejarían de ser eso, “pasiones”. Más bien brotan espontáneas según el temperamento y las predisposiciones personales de cada uno. Lo que nos toca hacer es descubrir qué pasiones predominan en nuestra personalidad y, en particular, cuál es nuestra pasión o defecto dominante, para combatirlo con inteligencia y decisión.


[1] Rm 7, 22 - 24