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viernes, 9 de diciembre de 2011

LA CUEVA


Introducción

Jesús nació en Belén. Más bien, en una cueva a las afueras de Belén. Porque “no hubo sitio para ellos en la posada”[1], explica Lucas. Nació en una de esas oquedades en la roca que aún hoy dan cobijo a rebaños y pastores y los resguardan de la lluvia y del frío de la noche. Ya entonces, no faltaban ahí pesebres: cajones o bandejas donde se daba de comer a vacas, bueyes, burros y otros animales.

El Evangelio define la Navidad con una frase escueta, sencilla y llana, pero impactante: Dios-con-nosotros. Así de simple y así de intenso es el evento que tuvo lugar en esa cueva a las afueras de Belén. La expresión Dios-con-nosotros significa que ha entrado el Ser en la vacuidad, la Luz en la oscuridad, el Calor en la frialdad, la Presencia Total en la soledad; la Pureza en la suciedad, la Vida Eterna en la fatalidad. Es la irrupción de la Divinidad en la humanidad.

La Navidad es, obviamente, un acontecimiento divino. Por eso, todo en aquella cueva estaba bien previsto. Al menos del lado de Dios. Del lado humano, nada parece más improvisado. A medida que José y María recorrían sin éxito las estrechas callejuelas de Belén, su mente y su corazón iban poco a poco familiarizándose con otras callejuelas, no menos estrechas: las de la Providencia Divina. Así es la pedagogía de Dios: siempre tiene otros planes. Planes divinos, por cierto. Pero, por divinos que sean, o precisamente por eso, casi siempre se vislumbran de locura. Tal era el caso que vivían en ese momento José y María: el Hijo de Dios habría de nacer no sólo fuera de la casa familiar en Nazaret, sino también fuera de todo poblado y de toda casa: en una cueva oscura, fría, solitaria, sucia y maloliente.


Pero Dios “no da paso sin huarache”, como decimos en México. Siempre que Él decide algo, es por algo. La cueva en las afueras de Belén tenía motivaciones muy superiores al triste rechazo de los posaderos. Con la llegada de Jesús, aún en el vientre de María, la cueva se llenó de mensaje y significado. Es lo que vamos a meditar y contemplar en este Retiro de Navidad 2011.

Una cueva
            
Que Dios haya nacido en una cueva significa que vino a llenar el hueco más grande que hay en el corazón de la humanidad. Con el correr de los siglos, a partir del pecado original, el hombre se había ido quedando cada vez más sin Dios. No es que Dios haya abandonado a su criatura predilecta; la única del universo material que Dios ha amado por sí misma[2]. De hecho, la trama de la historia de la salvación está tejida de una presencia constante y casi terca de Dios a través de jueces y reyes, de patriarcas y profetas. En cierto modo, Él siempre ha sido un Dios-con-nosotros. Hemos sido nosotros los que, rechazando la obediencia y fidelidad a su alianza, nos hemos ido constituyendo cada vez más como una humanidad-sin-Dios.

La cueva que Dios escogió para entrar de nuevo y definitivamente en nuestro mundo nos ayuda a comprender que una humanidad-sin-Dios es una humanidad vacía: es un agujero negro en el corazón del cosmos; un disparate en la lógica del ser; un dramático vacío de sentido, de verdad y de esperanza en el centro mismo de la existencia.

La cueva de Belén es una lección de antropología. Es la mejor explicación de que el hombre, en su estructura más íntima, en su esencia más profunda, es apertura a lo divino. Es un ser hecho no sólo por Dios sino también para Dios: para recibirlo, acogerlo y llenarse de Él. Y su corazón, como escribió san Agustín, estará siempre inquieto hasta que descanse en Él[3].

La manifestación más típica del vacío interior del hombre es el egoísmo: esa fuerza que lleva a querer todo para sí. El egoísmo es un amor propio desordenado, que termina por dañarlo todo: a uno mismo y a los demás; la relación con Dios y la relación con las criaturas. El egoísmo es más que una cueva vacía: es una caverna tenebrosa que aspira y traga todo lo que pasa cerca: lo bueno, lo no tan bueno, lo regular y lo malo.

“El antes y el después de Cristo –escribió el entonces Cardenal Joseph Ratzinger, hoy Papa Benedicto XVI– no es sólo un dato en el calendario de la humanidad, sino también un signo interior, que divide cada corazón. Mientras vivimos en el egoísmo, nuestro corazón está todavía en el antes de Cristo”.
La cueva de Belén es un magnífico antídoto para nuestro egoísmo. Ella se miró a sí misma y se dio cuenta de que estaba vacía. Pero también descubrió que la mejor manera de sentirse llena consistía en abrirse aún más, en acoger, en cobijar; en ser más que nunca lo que siempre había sido: una cueva, un espacio abierto y bien dispuesto a recibir a quien quiera entrar.

Una cueva oscura

Todas las cuevas son oscuras. Y cuanto más profundas y sinuosas, tanto más oscuras. Son, tal vez, una buena metáfora del pensamiento humano que, cuanto más sinuoso y profundo, tiene el riesgo de volverse más oscuro; incluso de perderse en un laberinto sin salida. Se cuenta que el célebre físico y astrónomo francés Pierre Simon LaPlace explicó en cierta ocasión a un grupo de científicos e intelectuales su ecuación comprensiva de todo el universo. Uno de sus colegas levantó al final la mano y le preguntó: “¿Dónde entra Dios en tu ecuación?” LaPlace respondió sin perturbarse: “No he tenido necesidad de esa variable”. Con el paso del tiempo, la misma ciencia se ha hecho más humilde, más consciente de sus propios límites. Sin embargo, hace muy poco, otro físico y astrónomo, el inglés Stephen Hawking, dijo que “el Cielo –entiéndase también la fe, la religión– es un cuento infantil (a fairy story) para personas que temen la oscuridad”. Como si el hombre debiera, más que buscar la luz de la verdad, aprender a vivir y a sentirse cómodo en la oscuridad.

El hombre fue creado y diseñado para la luz. Para la luz de orden natural, que llamamos razón, y también para esa otra luz, de orden sobrenatural, que llamamos fe, y que supera las evidencias de carácter meramente racional. Hoy siguen vigentes, sin embargo, dos grandes tentaciones para el pensamiento humano: la arrogancia, cuando se siente capaz de toda la verdad, y el relativismo o el escepticismo, cuando se siente incapaz. Una y otros son maneras de vivir en la oscuridad. Para vivir en la luz, la mente humana necesita abrirse a una Verdad más alta y más humilde al mismo tiempo. ¿No fue precisamente esa Verdad, hecha carne, sencilla y empequeñecida, la que entró en la cueva de la humanidad para llenarla con su luz?

Jesús dijo de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo”[4]. El Dios-con-nosotros es un Dios que ilumina. Cuando Él entra, sea en la macro-historia universal, sea también en la micro-historia individual, personal, todo queda iluminado: la mente, el alma y el corazón; el pasado, el presente y el futuro; los éxitos y los fracasos; las penas y las alegrías; los sucesos más felices y las tragedias más terribles. Ningún rincón de la vida queda a oscuras cuando el que es la Luz irrumpe en ella.

Iluminar no significa necesariamente resolver. Pero sí mirar con ojos nuevos la realidad. Tantas veces, los problemas, las crisis, los sufrimientos amenazan con nublar toda la vida. También sus sectores luminosos. Cuando Cristo nace en nosotros, su Luz nos hace ver todo lo bueno que nunca había dejado de estar ahí. Su Luz nos agranda la visión, nos la hace más penetrante y perspicaz. A la luz de Dios entendemos incluso por qué es bueno padecer a veces un poco de tinieblas. Nunca brilla tanto la luz del amor y la misericordia como en las oscuridades de la vida. En su pedagogía, en sus “locos planes” sobre nosotros, Dios permite eclipses. No quiere hacernos sufrir, pero sí purificar nuestra mirada, agudizar nuestra visión, renovar nuestra capacidad de ver la luz de nuestros ojos. La cueva de Belén, como la propia existencia, en realidad es un misterio muy luminoso; pero reservado sólo para los ojos de quien ha aprendido a verlo todo desde Dios.

Una cueva fría

Las cuevas suelen ser frías. Por lo menos, más frías que la intemperie. Al no recibir los rayos del sol, suelen conservar la frigidez de la noche y del invierno. También el corazón humano, cuando está lejos de Dios, termina por enfriarse. Es un fenómeno curioso: cuanto más cerca está un alma de Dios, siente más necesidad de su calor; cuanto más alejada, la siente menos. Tal vez porque cuando se entibia el corazón, pronto se aclimata y acostumbra al frío.

Dios es Amor. Fuego y amor son conceptos muy cercanos. Por eso, una humanidad-sin-Dios es también una humanidad fría, apática e indiferente; es decir, una humanidad sin la chispa primordial que enciende todas las turbinas de la vida.

La noche de Navidad, el Sol entró en una cueva. El mundo entero se llenó de un nuevo calor. La humanidad, después del pecado, fue perdiendo la capacidad de un amor donado, inextinguible y desinteresado. Dios se hizo carne para dar cuerpo al Amor mismo. Desde entonces, el Dios-con-nosotros es Amor encarnado; es Misericordia con corazón humano; es Presencia Divina no sólo en Espíritu, también en Cuerpo Sagrado.

Antes de que naciera el Niño, José encendió varias antorchas. No eran luminarias sólo funcionales. Eran gestos cuasi-sacramentales de un fuego nuevo que vino a iluminar, calentar y salvar. La presencia cálida del Niño en la cueva de Belén derritió muchos glaciares de abandono, tristeza y desamparo. Por eso, la vela encendida es un símbolo de la Navidad tan importante y elocuente como la estrella, el árbol o las figuritas del Nacimiento.

La cueva de Belén fue el primer espacio calentado por la tierna piel del Niño. Años después, Jesús dirá: “He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!”[5]. El mensaje de Jesús es claro. Hay que encender el propio corazón con el fuego que Él vino a traer: un fuego que descongela apatías e indiferencias; un fuego que arropa y calienta desnudeces e indigencias; un fuego que quema envidias y reticencias; un fuego que enciende perdones y prende reconciliaciones. Todo esto forma parte de la Navidad. Porque, como escribió en otro lugar Joseph Ratzinger, “el niño Dios nace allí donde se obra por inspiración del amor del Señor, donde se hace algo más que intercambiar regalos”[6].

La cueva de Belén nos invita a pasar, a entrar no sólo en el Misterio del Dios-con-nosotros, sino también en el misterio de la humanidad-sin Dios. Hay que entrar en todo corazón que tenga algo de frío. Hay que entrar –saliendo, si es preciso, de nuestra zona de confort– en las zonas de necesidad que nunca faltan a nuestro alrededor. Y hacerlo conscientes de que todo espacio humano al que nuestro amor no llegue de algún modo, tal vez carezca de esperanza y de calor en esta Navidad. Como escribió Mauriat: “Si tú no ardes de amor, mucha gente morirá de frío”.

Una cueva solitaria

Uno de los peores dramas de la humanidad-sin-Dios es la soledad. En la medida en que el hombre se olvida de Dios, se olvida también de los demás. En realidad, la humanidad-sin-Dios se vuelve muy pronto una humanidad-sin-el otro; peor aún, una humanidad-contra-el otro. Muchos hombres y mujeres de nuestro mundo, cada vez más poblado e interconectado, se sienten cada vez más solos y despersonalizados. En el principio de la humanidad, dijo Dios: “No es bueno que el hombre esté solo”[7]. Esas palabras, válidas para la primera generación humana, lo son también para la nuestra. El hombre no fue diseñado para vivir en soledad. “Ni Dios está solo”, observó C. Carretto[8]. Dios es comunión de Personas. El pecado introdujo la división y la hostilidad entre los hombres. Después del pecado, ya es posible vivir y morir abandonado. Y hablar de abandono y soledad es hablar de tristeza. Porque la alegría difícilmente convive con la soledad.

Aquella noche, la cueva de Belén recibió tres peregrinos. No sabemos las dimensiones de la cueva, pero una cosa es evidente: Jesús, María y José llenaron por completo aquel espacio. No porque fueran muchos o el espacio fuera pequeño; sino porque estaban muy unidos y, donde hay unidad, no quedan espacios vacíos. El espíritu de unión en las personas desborda siempre sus contornos corporales.
Aquella noche, José y María estaban más unidos que nunca. No eran sólo esposos; eran en verdad “consortes”. Y esto en el sentido más literal de la palabra: vivían una misma suerte. Eran solidarios en aquel drama que los había llevado hasta una cueva abandonada, mientras buscaban, más juntos que nunca, dónde preparar el nacimiento de Jesús.

Los vínculos humanos disipan cualquier soledad. Para llenar la soledad del corazón no hace falta mucha gente; bastan unos pocos buenos vínculos de amor, de amistad, de confianza, de solidaridad. Sobre todo cuando los dramas y las dificultades de la vida amenazan con romper, por ejemplo, la unidad del matrimonio. Bien vistos, esos dramas son los mejores momentos para consolidar la unidad; para validar la certeza de que juntos, hombre y mujer, son capaces de afrontar y superar cualquier reto en la vida.

Hay que añadir algo más. El Recién Nacido en la cueva de Belén haría muy pronto una experiencia de relación interpersonal fundamental; la misma que hacen, por fortuna, muchos recién nacidos: se miró a sí mismo por primera vez en el dulce espejo del rostro de su madre. La sonrisa y la tierna mirada de María hicieron vibrar sus fibras más sensibles y le hicieron descubrir eso que el filósofo lituano Emmanuel Lévinas llamó la experiencia original de la positividad del ser. El Niño Jesús, como cualquier niño, se experimentó a sí mismo, a través de los ojos de su madre, como alguien no sólo infinitamente bueno sino también infinitamente valioso y digno de todo respeto y amor; alguien que en su más íntima identidad, en su esencia más profunda, es un ser para el otro, un ser para los demás. Esta experiencia, años más tarde, el mismo Jesús la llevaría a plenitud dando su vida por cada uno de nosotros en la cruz.

Desde que Jesús entró en la solitaria cueva de Belén, ya nadie puede sentirse solo, abandonado o desamparado. Le bastaría mirarse en el espejo de los ojos de Jesús para descubrirse digno y valorado, acogido y amado, sin importar su condición o calidad humana, moral o espiritual. ¿No dijo Jesús que Él no vino a llamar a los justos sino a los pecadores? Los ojos del recién nacido en la cueva de Belén son el espejo donde todo hombre o mujer puede mirarse para redescubrir su más alta dignidad y su condición de ser, a pesar de cualquier limitación o miseria personal, alguien infinitamente amado.

Una cueva sucia y maloliente

Las cuevas –también la de Belén– ordinariamente huelen mal. Nada de extrañar si se tiene en cuenta que, además de ser los sanitarios naturales del desierto, carecen de ventilación. Es difícil imaginar un lugar menos apto para el nacimiento del Hijo de Dios. Pero una vez más, la cueva de Belén revela la sabiduría de Dios. Él sabe que una humanidad-sin-Dios no puede sino despedir el hedor del mal. Del corazón del hombre, hoy siguen emanando exhalaciones de violencia, ambición, lascivia, pereza, envidia, ira y desenfreno. Era necesario que el Hijo de Dios, la Pureza encarnada, entrara en esa cueva sucia y maloliente para devolverle su pulcritud original y llenarla con una nueva y dulce fragancia. Eso que tiempo después llamaría san Pablo el “buen olor de Cristo”[9].

Y no es el que el Niño Jesús oliera siempre a rosas. Por más talcos e inciensos que le trajeron los Reyes Magos, María tuvo que cambiarle muchas veces el pañal. El Niño Jesús, en este sentido, no era tan distinto a cualquier niño. Sabía muy bien las cuatro cosas que todo bebé sabe hacer: llorar, comer, dormir y hacer popó. De este modo, era patente que su Encarnación no era ninguna broma. Su carne no era un disfraz; era carne verdaderamente humana.

La carne de Cristo, según los Santos Padres, engendra vírgenes; y su sangre, mártires. Nadie ha dado más gloria al Padre con su cuerpo que Jesús. Todo en Él era y es alabanza a Dios. San Pablo intuyó el secreto de Jesús cuando escribió: “Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia  de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual”[10].

La cueva de Belén, purificada por la presencia del Niño Jesús, nos invita a purificar nuestras pasiones sensitivas; a no ceder a los reclamos de la concupiscencia; a vigilar sobre nuestros apetitos corporales para no permitir que nos dobleguen y esclavicen. Sólo así podremos ofrecer, como Jesús, nuestro cuerpo, nuestra carne, en alabanza y culto espiritual a Dios.

Pero, ¿qué hacer si ya hemos cedido; si ya hemos tenido la desgracia de permitir que la lujuria ensucie nuestro cuerpo; más aún, si ya ha arraigado en nosotros cierto vicio? Nada mejor que entrar de nuevo a la cueva de Belén y permitir que el contacto con el Cuerpo Purísimo del Niño Jesús purifique nuestros sentidos, memoria y, sobre todo, imaginación, que no pocas veces se comporta, al decir de santa Teresa, como “la loca de la casa”.

Lo importante es nunca desmayar. En el campo de la sensualidad, el demonio busca, más que otra cosa, nuestro desaliento. Que perdamos las ganas de luchar y la esperanza de vencer. Por eso, más que la caída, quiere nuestra frustración. La cueva de Belén es un refugio de esperanza, hasta para el pecador más empedernido. Porque ahí donde “cayó el hombre miserablemente, bajó Dios misericordiosamente”[11]; porque ahí, en esa cueva tan sucia y tan pura al mismo tiempo, pueden morir los gérmenes de cualquier concupiscencia.

Una cueva ciega

Una última consideración. Las cuevas son ciegas. No tienen salida, fuera de la misma entrada. Si la tuvieran, serían túneles, no cuevas. Esta condición me parece representativa de esa porción de la humanidad que no cree en la eternidad. Una reciente encuesta en México mostró que el 25% de las personas no cree que haya vida tras la cortina de la muerte. ¡Qué tristeza! No imaginé que serían tantos. ¿Cómo ven sus vidas, entonces? Tendrían que verlas como callejones sin salida, sin esperanza, sin trascendencia. Vidas que se quedan sólo “de este lado”, como esas cavernas profundas en las que se adentran los espeleólogos –los expertos en cuevas– para, tras mucho andar, subir y bajar, buscando en vano una luz “del otro lado”, topar con una pared impenetrable, ahí donde la cueva no permite ya más pasos.

Cuando Jesús entró en la cueva de Belén, la Divinidad entró en el tiempo, horadándolo y abriéndolo a una nueva dimensión de la vida humana: la dimensión de la eternidad. Desde entonces, no hay más paredes impenetrables para nadie. La vida humana ya no es una cueva sin salida. Es más bien un pasadizo, un túnel por el que se debe transitar para volver a Dios en la eternidad.
Se cuenta que, hace muchos años, un fraile franciscano viajaba en un tranvía por las calles de París. A su lado, un joven ateo empezó a burlarse de él. “Usted me da pena –le dijo–. Lleva una vida de renuncia, de pobreza, de austeridad. No goza los placeres de la vida. Y todo por imaginar que habrá una vida después de ésta. ¡Vaya chasco se va a llevar cuando, al morir, se dé cuenta de que no había ninguna recompensa esperándole del otro lado!”. El fraile le respondió con serenidad: “Bueno, si no hay nada del otro lado, en realidad no me llevaré ningún chasco. Simplemente moriré. Pero si llega a haber algo, el que se va a llevar el chasco es otro…”.

Ciertamente el túnel de la vida es un tanto irregular. Tiene sus requiebres. Exige agacharse muchas veces; ensuciarse; meter los pies en el fango. En ocasiones habrá que escalar con cuidado; otras, descender con cuerdas de rapel. Habrá que sudar y jadear; caminar con poca luz, si no es que en medio de la oscuridad; palpar paredes, tantear el piso para no dar pasos en falso, etc. Pero, eso sí, siempre con la certeza de que el túnel de la vida será todo menos un laberinto sin salida.

Conclusión

La cueva de Belén es mucho más que un tópico en el imaginario colectivo del cristianismo. Es un espacio vivo, capaz de transformar la vida de quien se adentre en él con una actitud abierta y humilde, contemplativa y silenciosa. La cueva de Belén fue el primer espacio donde germinó el cristianismo. Ahí donde su Fundador nos ofreció la primera gran homilía de su vida. Es verdad, una de balbuceos y pequeños manotazos, pero con grandes conceptos dentro de un mensaje claro, conciso, cálido y contundente, como el de las buenas homilías.

Posiblemente tu corazón, como el mío, se parezca a esa cueva de Belén: hueca, oscura, sola, fría, sucia y maloliente. Si ése fuera el caso, hay buenas noticias. Es el tipo de lugar que a Dios le gusta. No tendrás que ir hasta la cueva de Belén para encontrar a Dios recién nacido. Él vendrá a la tuya. Sólo déjalo ser para ti lo mismo que fue para aquella lejana cueva hace dos mil años: Luz, Calor, Presencia, Pureza y Vida Eterna; sólo déjalo estar contigo como quiso estar con la humanidad de entonces y quiere estar con la nuestra: como un Dios-con-nosotros, como un Dios-contigo; sólo déjalo escoger, para nacer en el corazón del universo y en tu propio corazón, una simple cueva.


[1] Lc. 2, 7
[2] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes n. 24
[3] Cf. San Agustín, Confesiones, Libro X
[4] Jn 8, 12
[5] Lc 12, 49
[6] Homilía de Adviento 2002
[7] Gn. 2, 18
[8] Cf. Carlo Carretto, Lo que importa es amar.
[9] 2 Cor.2, 15
[10] Rm. 12, 1
[11] San Agustín, Sermón 13