México quiere paz. Pero está por legalizar una de las
violencias más desconcertantes: la violencia contra los mexicanos no nacidos. El
México que ha salido a las calles, organizado manifestaciones, levantado la voz
para exigir paz, seguridad y protección, está por desproteger legalmente a sus hijos
en gestación.
La
mujer mexicana tiene cada vez más derechos. Es algo de lo que nos
enorgullecemos. Sólo conviene recordar que los derechos de quien sea terminan
donde empiezan los de otra persona. Y hablar de niño-en-gestación es hablar de “otra persona”. Madre y niño-en-gestación son dos personas, no
una. Hasta una barrera biológica hay entre ellas: la “barrera materno-fetal” o
placenta. Se suele decir que el hijo es “carne de la carne y sangre de la sangre”
de su madre. Eso lo puede decir un poeta, no un médico. Ni su genoma es el de
ella, ni su sangre es la de ella, ni sus tejidos son los de ella, ni sus órganos
son los de ella. El niño-en-gestación
tiene una identidad biológica propia, distinta e independiente de la de su
madre.
El aborto, visto sólo con los ojos, sin ninguna otra
consideración, es un acto brutal. En cuanto penetra la cánula abortiva (de Karman) en el seno de la mujer, el
niño se repliega, trata de esquivar la agresión, lucha con todos sus recursos
–tan escasos, por cierto– contra el instrumento. Entre gritos que nadie
escucha, el niño se contorsiona mientras recibe una agresión que haría
palidecer al más bárbaro sicario. El niño es desmembrado y extraído por
aspiración o legrado. Otras veces se sustituye el líquido amniótico por una
infusión de suero hipertónico para “ahogar” al niño-en-gestación y extraerlo mediante aspiración o legrado. Alguien
tachará esto de amarillismo. No; es puro y llano realismo. Quien quiera comprobarlo,
busque en internet “técnicas abortivas”.
Supongo que ninguna mujer necesita que la obliguen
–menos aún por ley– a amar y proteger a un hijo. Basta el afecto entrañable de
su corazón, más fuerte e insobornable que cualquier ley. Si, no obstante, ella obra
contra el dictamen de su corazón, imagino que ese acto debe distar mucho de uno
fríamente deliberado y serenamente ejecutado. No sin motivo se ha documentado
el así llamado “síndrome post-aborto”, que abarca el conjunto de secuelas,
sobre todo psicológicas, que sufren las madres que han actuado, en cierto modo,
contra su más íntima esencia.
Una ley que penalice el aborto castigando, en primer
término, a la madre, sería injusta. Ella, las más de las veces, no es más que
la segunda víctima. ¡Cuántas presiones internas y externas, cuántos callejones
sin salida, cuántas situaciones “sin opción” son la verdadera causa del aborto!
Si la ley está para defender derechos, que defienda el de toda mujer a llevar a
término la gestación de su niño, garantizando las mejores condiciones posibles
para ello, aun en medio de las dificultades y situaciones más dramáticas.
Aunque
soy sacerdote, no hablo a nombre de una fe, ni de una religión, ni siquiera de
una moral fundamental. Hablo a nombre de la sociedad en la que vivo, de un
México que veo pidiendo a gritos paz, seguridad y protección. Este México se
equivoca si cree que puede exigir paz, seguridad y protección para sus calles y
espacios públicos, para sus hogares y lugares de descanso, sin exigir al mismo
tiempo y sobre todo paz, seguridad y protección para el recinto más íntimo y sagrado,
en el que todos los mexicanos hemos sido concebidos y gestados. La casa de los
mexicanos aún no nacidos es el seno materno. Tristemente, la violencia ha entrado
muchas veces ya hasta ahí. La estadística del Consejo Nacional de Población es
de 102 mil abortos inducidos en el último año. Sólo que a partir de ahora, la violencia
podrá entrar hasta ahí ya legalizada. De una cosa podemos estar seguros: la paz,
la seguridad y la protección en México o empiezan ahí o terminarán por también
ser abortadas.
El
autor estudió medicina, es licenciado en filosofía y sacerdote
.