XXIII Domingo del Tiempo Ordinario - 4 de septiembre
de 2011
Parroquia de Fátima - Monterrey, N.L.
Una lección de pedagogía
El Evangelio es un
compendio de pedagogía. De hecho, es
el mejor libro de pedagogía que jamás se haya escrito, porque Jesús es el más
grande Pedagogo de la historia. “Pedagogía” significa el arte de conducir a
otro; más literalmente, de “guiar a un niño por el camino”. La Iglesia,
excelente pedagoga, recoge y nos ofrece cada domingo lecciones muy diversas. Hoy
toca una lección importantísima: “Cómo corregir a un hermano”.
Por extensión,
podríamos titular esta lección: “¿Cómo corregir a un marido? ¿Cómo corregir a
una esposa? ¿Cómo corregir a tu papá o a tu mamá? ¿Cómo corregir a tus hijos?
¿Cómo corregir a un amigo?” Creo que la lección se puede articular en cuatro
pasos, que pudiéramos llamar “Las Cuatro P’s” de la corrección:
- Corregir con paz
- Corregir con profundidad
- Corregir con prudencia
- Corregir con paciencia
Corregir con paz
Lo primero es no alterarse.
No escandalizarse. Quien se rasga las vestiduras por los errores, las
fragilidades o debilidades de los demás, ya empezó mal. Es verdad –como dijimos
el domingo pasado–, hay conductas malas que claman al cielo… Yo creo que hasta
Dios se exaspera con ellas, como los abusos y crímenes que lastiman, hieren o
matan a personas inocentes. Pero en general, Dios se muestra bastante
indulgente con nuestras faltas. ¿Quién no lo ha experimentado? Yo creo que Dios
no pierde la paz ni se rasga las vestiduras porque es muy realista cuando piensa en nosotros. Dice un salmo: “…Él sabe de
qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo” (Sal. 103, 14). Para corregir a los demás necesitamos paz,
serenidad. Bien dice el refrán: “El que se enoja, pierde”. Claro está: para
conservar la paz ante los errores ajenos, y más cuando nos lastiman directamente,
hace falta mucho dominio personal; hace falta colocarse por encima de la sensibilidad herida. A veces las ofensas son tan grandes,
que se requiere una gracia especial de Dios para perdonar y corregir con paz y
serenidad.
Corregir con profundidad
Lo segundo es
corregir con profundidad. Corregir no es un acto disciplinar externo. Es algo
más profundo. La etimología de la palabra es muy significativa: co-regir; es decir: “regir con…”. Significa
que quien ha fallado debe ser él mismo quien quiera su propia rectificación,
con la ayuda de quien le está “co-rigiendo”. Ahí está la enorme diferencia
entre una corrección coercitiva, disciplinar, y una corrección profunda,
transformante. Tal vez por eso muchos papás, tarde o temprano, se dan cuenta de
que los castigos no bastan. Hay que “entrar” en el corazón de quien ha fallado,
y desde ahí, ayudarle a mejorar. Y para entrar ahí, hay que descalzarse,
quitarse las sandalias, asumir una postura humilde: el corazón de los demás
siempre es “tierra sagrada”. No se puede entrar ahí con botas que lastiman y
dañan; menos aún a caballo o con tanques de guerra…
Para “corregir desde
dentro” es preciso amar… Si el corazón de la persona no percibe amor, se mantiene
cerrado. El amor es el único pasaporte, siempre válido y vigente, para entrar
en el corazón de los demás.
Corregir con prudencia
La tercera “p” tiene
que ver con la prudencia. Corregir es
un arte que exige una gran prudencia. Las correcciones imprudentes suelen
provocar el efecto contrario a lo deseado. Prudencia significa saber escoger el
mejor momento, lugar y modo para corregir. La primera regla de prudencia es
“corregir a solas”, dice Jesús en el Evangelio. Nunca corregir a nadie –menos aún
humillar–, delante de otras personas. Aunque sea un hijo pequeño. Por otro
lado, la prudencia puede dictar a veces una corrección fuerte y enérgica; y
otras, una corrección suave, llena de compasión.
Corregir con paciencia
La última “P” es tal
vez la más difícil: la paciencia. El arte de corregir es el arte de saber esperar.
Nadie cambia de un día para otro. Pero “paciencia” no significa sólo “tener que
esperar”. En realidad, paciencia significa eficacia
para lograr la transformación de las personas. Recordemos la distinción
entre eficiente y eficaz. Una persona eficiente es una persona ágil, proactiva, que
cumple sus tareas con prontitud… Incluida la “tarea” de corregir a los demás. La
eficacia, en cambio, tiene que ver con los
verdaderos resultados… El eficiente corrige rápido, pero con pobres resultados;
el eficaz corrige con lentitud, pero con grandes resultados. Aquí vale muy bien
la “regla invertida” de S. Covey: cuando de personas se trata, “rápido es lento y lento es rápido”. Santa
Teresa lo dijo, a su modo, varios siglos antes: “La paciencia todo lo alcanza”.
María, Dulce y Firme Pastora
María es, después de
Jesús, nuestra mejor Pedagoga. Basta leer los mensajes que nos ha venido
dejando en cada una de sus apariciones…, como el de Fátima, que es una clara
invitación a la oración y la conversión profunda. Sus mensajes siempre son
firmes y dulces a la vez: con la firmeza de la mejor Maestra y la dulzura de la
mejor Madre. Que Ella nos enseñe, con su estilo dulce y firme, la delicada
tarea de corregir a los demás con paz, profundidad, prudencia y paciencia.
+