Introducción
Jesús nació en Belén. Más bien, en una cueva a las afueras de
Belén. Porque “no hubo sitio para ellos en la posada”,
explica Lucas. Nació en una de esas oquedades en la roca que aún hoy dan cobijo
a rebaños y pastores y los resguardan de la lluvia y del frío de la noche. Ya
entonces, no faltaban ahí pesebres: cajones o bandejas donde se daba de comer a
vacas, bueyes, burros y otros animales.
El Evangelio define la Navidad con una frase escueta,
sencilla y llana, pero impactante: Dios-con-nosotros.
Así de simple y así de intenso es el evento que tuvo lugar en esa cueva a las
afueras de Belén. La expresión Dios-con-nosotros
significa que ha entrado el Ser en la vacuidad, la Luz en la oscuridad, el Calor
en la frialdad, la Presencia Total en la soledad; la Pureza en la suciedad, la Vida
Eterna en la fatalidad. Es la irrupción de la Divinidad en la humanidad.
La Navidad es, obviamente, un acontecimiento divino. Por eso,
todo en aquella cueva estaba bien previsto. Al menos del lado de Dios. Del lado
humano, nada parece más improvisado. A medida que José y María recorrían sin
éxito las estrechas callejuelas de Belén, su mente y su corazón iban poco a
poco familiarizándose con otras callejuelas, no menos estrechas: las de la
Providencia Divina. Así es la pedagogía de Dios: siempre tiene otros planes. Planes
divinos, por cierto. Pero, por divinos que sean, o precisamente por eso, casi
siempre se vislumbran de locura. Tal era el caso que vivían en ese momento José
y María: el Hijo de Dios habría de nacer no sólo fuera de la casa familiar en
Nazaret, sino también fuera de todo poblado y de toda casa: en una cueva oscura,
fría, solitaria, sucia y maloliente.