III Domingo de Adviento - 11 de diciembre de
2011
Parroquia de Fátima - Monterrey, N.L.
Rosa
El III Domingo de
Adviento es el “domingo de la alegría”. Bastan
tres frases de la liturgia de hoy para notarlo: “Me alegro en el Señor con toda
el alma y me lleno de júbilo en mi Dios”, dice Isaías en la primera lectura. El
salmo, recogiendo el canto del Magnificat
de la Virgen María, dice: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de
júbilo en Dios, mi Salvador”. Y en la segunda lectura, san Pablo nos exhorta:
“Vivan siempre alegres”. Me parece muy sugestivo que, para expresar esta
invitación a la alegría, la Iglesia vista a sus sacerdotes de rosa en este día.
Y de rosa intenso, casi fucsia, como pueden ver. El rosa no es un color
primario. Los colores primarios son el rojo, el azul y el amarillo. El rosa es
un color secundario. Se obtiene combinando el rojo con el blanco. Así también
la alegría –al menos la alegría cristiana–, no es un “sentimiento primario”. Es
la combinación de varios “colores invisibles” de orden humano, moral y espiritual.
Cuáles son estos colores, nos lo dirá el buen Juan Bautista con su testimonio
en el Evangelio de hoy.
No todo es color de rosa
Conviene hacer una
advertencia preliminar: una cosa es la “alegría rosa” y otra muy distinta es el
“rosa de la alegría”. La “alegría rosa” es una alegría pasiva, que puede resultar de una buena suerte, o de un
momento de placer y bienestar, o de estímulos sensuales, casi siempre pasajeros.
El “rosa de la alegría”, en cambio, es una alegría
activa, casi siempre fruto de una actitud positiva y generosa. De hecho,
suele ser una alegría austera, pero profunda; una alegría capaz de convivir con
situaciones difíciles o dolorosas. Porque la alegría cristiana, más que un
“estado de cosas” es un estado del alma; más que un sentimiento, es una postura
ante la vida; más que buena suerte es el salario de un corazón bueno.
Rojo
El primer color que debemos
combinar para obtener el “rosa de la alegría” es el rojo. El rojo ha sido
siempre el color del amor. Por eso es un color intenso, atractivo, incluso provocador.
Si quieres alegría cristiana, de la buena, tienes que amar. No hay manera de
estar alegre sin amar. Puedes tenerlo todo…, si te falta amar, nunca estarás
verdaderamente alegre. Juan Bautista nos da testimonio de este amor cuando
trabaja al servicio de Cristo preparando su llegada, bautizando y purificando
al pueblo, dándose con generosidad a todos los necesitados de conversión. Y
realmente ¡cuánta alegría se alcanza dándose uno a los demás!
“Recientemente
–escribe el Obispo de San Sebastián,
España, Mons. José Ignacio Munilla– se publicaba en la revista Forbes,
especializada en el mundo de los negocios y las finanzas, un estudio de
investigación realizado por la Universidad de Chicago, en el que se daba a
conocer que los sacerdotes conforman el colectivo de profesionales más felices
de la sociedad norteamericana. Le seguían el colectivo de los bomberos, y otras
profesiones con alto componente humanista y altruista. Se agradece este dato
“provocativo”, que nos da la oportunidad de testimoniar la salud de nuestra vocación
sacerdotal, en medio de unas circunstancias más bien adversas. A lo largo de mi
vida me han preguntado con frecuencia –y últimamente más- sobre el grado de
satisfacción con el que he vivido como cura y ahora como obispo. Puedo decir en
verdad que he sido, soy, y con la gracia de Dios espero seguir siendo,
inmensamente feliz. Lo cual no implica que en mi vida no haya dolor y
dificultades… Por eso mi respuesta ha sido siempre la misma: “Aunque sufro, soy muy feliz”. Sufro
por mis propias miserias, pero también sufro en la misma medida en que amo;
porque no puedo ser indiferente a los padecimientos de quienes me rodean, ni a
la pérdida de sentido en la vida de tantos. Es más, no creo en otro tipo de
felicidad en esta vida. La felicidad “rosa”, carente de problemas y de
preocupaciones, no sólo no es cristiana sino que, simplemente, ‘no es’”.
Blanco
El segundo color que
necesitamos para obtener el “rosa de la alegría” es el blanco. El blanco es el
color de la paz. Nunca tendrás verdadera alegría si no tienes paz; sobre todo
paz interior. La paz, como la definió san Agustín, es la “tranquilidad del
orden”. Para tener paz y, por tanto, alegría, tienes que estar en orden con
Dios, en orden con los demás, en orden contigo mismo y en orden con las cosas y
circunstancias que te rodean. Es tan esencial la paz para la alegría que muchas
veces solemos intercambiar las dos palabras: estar en paz es estar alegre,
estar feliz. Y para alcanzar la paz, hace falta una virtud clave: la humildad. ¡Qué
bien practicó san Juan Bautista la humildad cuando le preguntaron si Él era el
Mesías! San Agustín hace notar:
“Si hubiera dicho: ‘Soy el Mesías’, con cuánta facilidad lo hubieran creído, ya
que lo pensaban de él sin haberlo dicho. No lo dijo: reconoció lo que era, hizo
ver la diferencia entre Cristo y él, y se humilló” (Sermón 293, 3). La humildad es un ingrediente indispensable de la
alegría cristiana, porque es un ingrediente indispensable de la paz interior. Cómo
nos ayuda recordar, en este sentido, las palabras de Tomás de Kempis: “No eres
más porque te alaben ni eres menos porque te desprecien. Lo que eres a los ojos
de Dios, eso eres”. Sé humilde y tendrás paz y alegría.
María: dos colores más…
Aparentemente, hemos
terminado: para obtener el rosa de la alegría cristiana bastan el rojo del amor
y el blanco de la paz. Pero el tercer domingo de Adviento recurre este año
entre dos fechas marianas muy significativas: las solemnidades de la Inmaculada
Concepción y de la Santísima Virgen de Guadalupe. María nos sugiere así dos
colores más para el “rosa de la alegría”: El azul de la Inmaculada Y el verde
de la Guadalupana.
El azul simboliza la
plenitud de la vida de gracia, propia de la Inmaculada. Por eso era y es feliz
la Virgen María. Porque vive plenamente en gracia. Es la “llena de gracia”. Si
quieres alegría cristiana, tienes que vivir en gracia. El verde de la
Guadalupana, por su parte, simboliza la esperanza. ¡Cómo no recordar las palabras
más bellas del acontecimiento guadalupano!: “Oye y ten
entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y
aflige, no se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No
estás bajo mi sombra? ¿No soy yo
tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo?”. ¡Que
María Santísima, con estas palabras, llene hoy de esperanza y de alegría
nuestro corazón!
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