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lunes, 12 de diciembre de 2011

EL COLOR DE LA ALEGRÍA


III Domingo de Adviento - 11 de diciembre de 2011
Parroquia de Fátima - Monterrey, N.L.

Rosa

El III Domingo de Adviento es el “domingo de la alegría”. Bastan tres frases de la liturgia de hoy para notarlo: “Me alegro en el Señor con toda el alma y me lleno de júbilo en mi Dios”, dice Isaías en la primera lectura. El salmo, recogiendo el canto del Magnificat de la Virgen María, dice: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi Salvador”. Y en la segunda lectura, san Pablo nos exhorta: “Vivan siempre alegres”. Me parece muy sugestivo que, para expresar esta invitación a la alegría, la Iglesia vista a sus sacerdotes de rosa en este día. Y de rosa intenso, casi fucsia, como pueden ver. El rosa no es un color primario. Los colores primarios son el rojo, el azul y el amarillo. El rosa es un color secundario. Se obtiene combinando el rojo con el blanco. Así también la alegría –al menos la alegría cristiana–, no es un “sentimiento primario”. Es la combinación de varios “colores invisibles” de orden humano, moral y espiritual. Cuáles son estos colores, nos lo dirá el buen Juan Bautista con su testimonio en el Evangelio de hoy.


No todo es color de rosa

Conviene hacer una advertencia preliminar: una cosa es la “alegría rosa” y otra muy distinta es el “rosa de la alegría”. La “alegría rosa” es una alegría pasiva, que puede resultar de una buena suerte, o de un momento de placer y bienestar, o de estímulos sensuales, casi siempre pasajeros. El “rosa de la alegría”, en cambio, es una alegría activa, casi siempre fruto de una actitud positiva y generosa. De hecho, suele ser una alegría austera, pero profunda; una alegría capaz de convivir con situaciones difíciles o dolorosas. Porque la alegría cristiana, más que un “estado de cosas” es un estado del alma; más que un sentimiento, es una postura ante la vida; más que buena suerte es el salario de un corazón bueno.

Rojo

El primer color que debemos combinar para obtener el “rosa de la alegría” es el rojo. El rojo ha sido siempre el color del amor. Por eso es un color intenso, atractivo, incluso provocador. Si quieres alegría cristiana, de la buena, tienes que amar. No hay manera de estar alegre sin amar. Puedes tenerlo todo…, si te falta amar, nunca estarás verdaderamente alegre. Juan Bautista nos da testimonio de este amor cuando trabaja al servicio de Cristo preparando su llegada, bautizando y purificando al pueblo, dándose con generosidad a todos los necesitados de conversión. Y realmente ¡cuánta alegría se alcanza dándose uno a los demás!

“Recientemente –escribe el Obispo de San Sebastián, España, Mons. José Ignacio Munilla– se publicaba en la revista Forbes, especializada en el mundo de los negocios y las finanzas, un estudio de investigación realizado por la Universidad de Chicago, en el que se daba a conocer que los sacerdotes conforman el colectivo de profesionales más felices de la sociedad norteamericana. Le seguían el colectivo de los bomberos, y otras profesiones con alto componente humanista y altruista. Se agradece este dato “provocativo”, que nos da la oportunidad de testimoniar la salud de nuestra vocación sacerdotal, en medio de unas circunstancias más bien adversas. A lo largo de mi vida me han preguntado con frecuencia –y últimamente más- sobre el grado de satisfacción con el que he vivido como cura y ahora como obispo. Puedo decir en verdad que he sido, soy, y con la gracia de Dios espero seguir siendo, inmensamente feliz. Lo cual no implica que en mi vida no haya dolor y dificultades… Por eso mi respuesta ha sido siempre la misma: “Aunque sufro, soy muy feliz”. Sufro por mis propias miserias, pero también sufro en la misma medida en que amo; porque no puedo ser indiferente a los padecimientos de quienes me rodean, ni a la pérdida de sentido en la vida de tantos. Es más, no creo en otro tipo de felicidad en esta vida. La felicidad “rosa”, carente de problemas y de preocupaciones, no sólo no es cristiana sino que, simplemente, ‘no es’”.

Blanco

El segundo color que necesitamos para obtener el “rosa de la alegría” es el blanco. El blanco es el color de la paz. Nunca tendrás verdadera alegría si no tienes paz; sobre todo paz interior. La paz, como la definió san Agustín, es la “tranquilidad del orden”. Para tener paz y, por tanto, alegría, tienes que estar en orden con Dios, en orden con los demás, en orden contigo mismo y en orden con las cosas y circunstancias que te rodean. Es tan esencial la paz para la alegría que muchas veces solemos intercambiar las dos palabras: estar en paz es estar alegre, estar feliz. Y para alcanzar la paz, hace falta una virtud clave: la humildad. ¡Qué bien practicó san Juan Bautista la humildad cuando le preguntaron si Él era el Mesías!  San Agustín hace notar: “Si hubiera dicho: ‘Soy el Mesías’, con cuánta facilidad lo hubieran creído, ya que lo pensaban de él sin haberlo dicho. No lo dijo: reconoció lo que era, hizo ver la diferencia entre Cristo y él, y se humilló” (Sermón 293, 3). La humildad es un ingrediente indispensable de la alegría cristiana, porque es un ingrediente indispensable de la paz interior. Cómo nos ayuda recordar, en este sentido, las palabras de Tomás de Kempis: “No eres más porque te alaben ni eres menos porque te desprecien. Lo que eres a los ojos de Dios, eso eres”. Sé humilde y tendrás paz y alegría.

María: dos colores más…

Aparentemente, hemos terminado: para obtener el rosa de la alegría cristiana bastan el rojo del amor y el blanco de la paz. Pero el tercer domingo de Adviento recurre este año entre dos fechas marianas muy significativas: las solemnidades de la Inmaculada Concepción y de la Santísima Virgen de Guadalupe. María nos sugiere así dos colores más para el “rosa de la alegría”: El azul de la Inmaculada Y el verde de la Guadalupana.

El azul simboliza la plenitud de la vida de gracia, propia de la Inmaculada. Por eso era y es feliz la Virgen María. Porque vive plenamente en gracia. Es la “llena de gracia”. Si quieres alegría cristiana, tienes que vivir en gracia. El verde de la Guadalupana, por su parte, simboliza la esperanza. ¡Cómo no recordar las palabras más bellas del acontecimiento guadalupano!: “Oye y ten  entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna  enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás  bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo?”. ¡Que María Santísima, con estas palabras, llene hoy de esperanza y de alegría nuestro corazón!

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