Domingo III de Cuaresma - 11 de marzo de 2012
Parroquia y Santuario de Fátima - Monterrey, N.L.
Jesús expulsa a los mercaderes del templo
El Evangelio de hoy nos muestra un Jesús insólito. El dulce y misericordioso Jesús, látigo en mano, expulsa a los mercaderes del templo. El evangelista encontró en la Biblia una sólida justificación: “El celo de tu casa me devora” (Sal. 69, 10). Más adelante, el evangelista ofrece una aclaración importantísima: “Pero Él hablaba del Santuario de su cuerpo” (Jn. 2, 21).
De templo a mercado
También el nuestro es un santuario. Lo dice san Pablo en su primera carta a los corintios: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo…?» (1 Cor. 6, 19). Somos santuarios de Dios desde el día de nuestro Bautismo, cuando el Espíritu Santo tomó posesión de nosotros mediante el sacramento. Con el paso del tiempo, sin embargo, tal vez nuestro corazón se ha ido llenando de tiendas, puestos y changarros. Le pasa lo que al Templo de Jerusalén. El Templo de Jerusalén tuvo un inicio glorioso. El segundo libro de las Crónicas narra cómo Salomón lo construyó con gran amor a Dios, y se lo dedicó con una de las oraciones más bellas que aparecen en la Biblia (cf. 2 Cro. 6, 14 – 42). El Templo era en verdad la Casa de Dios. Nueve siglos más tarde, en tiempos de Jesús, ¡qué ambiente tan diferente! En tiempos de Salomón, el Templo se llenó de la gloria de Dios (cf. 2 Cro. 7, 1); ahora estaba lleno de bueyes, ovejas, palomas y monedas…
Era justo que Jesús actuara así. La casa de Dios no podía convertirse en “cueva de ladrones”.
Ahora examinemos nuestro interior:
- ¿Llevo dentro más un supermercado que un templo?
- ¿Llevo dentro más un antro que una capilla?
- ¿He cambiado mi oratorio interior por una verdulería?
Santuarios de Dios
Un santuario es un lugar sagrado. Si somos santuarios de Dios, somos espacios sagrados. No podemos tratarnos a nosotros mismos como recintos profanos. Traemos la marca de Dios, no la de China, Corea o Taiwán. Y aquí saco una primera conclusión: la exigencia de respetar nuestro cuerpo por ser santuario de Dios.
Y tú, ¿qué eres: santuario o mercado?
En los santuarios prevalece el silencio; en los mercados, el ruido. En los santuarios hay calma; en los mercados, prisa. En los santuarios reina la quietud; en los mercados, el trajín. En los santuarios se agradece el recogimiento; en los mercados, el tumulto. Los santuarios favorecen la reflexión; los mercados, la distracción. Los santuarios promueven el don; los mercados, la ganancia. En los santuarios domina el perdón; en los mercados, el cobro. En los santuarios está la Paloma del Espíritu Santo; en los mercados, todo tipo de pajarracos.
Reconvirtiendo el mercado en santuario
¿Qué hacer para que tu cuerpo y tu alma vuelvan a ser santuario de Dios? La “reconversión” supone tres pasos: En primer lugar: saca todo lo que no sea digno de estar ahí… Expulsa con firmeza –como Cristo– a los mercaderes de tu alma: la avaricia, la envidia, la ambición, la vanidad, la lujuria, etc. ¡Sácalos a todos, látigo en mano! Y recupera la paz, el silencio, la calma. En segundo lugar: deja que Dios tome posesión. Que la gloria de Dios vuelva a llenarte como llenó el Templo de Jerusalén y como llenó tu alma el día de tu bautismo. Recuerda las palabras del Apocalipsis: “Mira que estoy a la puerta y llamo…” (Apoc. 3, 20). En tercer lugar: cuida tu santuario interior. No dejes entrar nada que pueda mancharlo o profanarlo: malos deseos, imágenes impuras, sentimientos egoístas, etc. Aún así, no faltarán intrusos que logren entrar y adueñarse de un puesto en tu corazón. Nada mejor que la confesión para descubrirlos y echarlos fuera.
María, el Santuario por excelencia
Tal vez pienses que ser santuario de Dios es demasiado aburrido; que cualquier otro local –un antro o, aunque sea, una tienda de abarrotes– sería más alegre. No es así. “El signo inequívoco de la presencia de Dios es la alegría”, decía León Bloy. Por eso, nada te hará más feliz que llevar un santuario interior a todas partes. Fue la experiencia de María, el primer verdadero Santuario de Dios en la tierra. Ella conservó intacto su santuario interior. Ahí, todo era de Dios: Él era todo para Ella y Ella era toda para Él. Que María nos ayude a reconvertir nuestro cuerpo y nuestra alma en santuario de Dios. Y lo proteja conservándolos siempre para Dios.
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