Domingo VI del Tiempo Ordinario - 12 de febrero de 2012
Parroquia de Fátima - Monterrey, N.L.
Lepra
La lepra es una
enfermedad que ha ido cediendo en el mundo. No así la lepra espiritual, la
lepra del corazón. El leproso del
evangelio es un signo, una señal de que hay muchas lepras –más allá de la
enfermedad física–que sólo se curan acudiendo al Señor. El evangelista Marcos le da a esta curación un lugar especial.
Acababa de afirmar que Jesús “curó a muchos aquejados de diversas enfermedades”
(Mc 1, 34). El leproso era un caso
especial. Según la ley de Moisés, los leprosos debían llevar los vestidos
rasgados, la cabeza desgreñada, e ir gritando: «¡Impuro, impuro!»” (Lv. 13, 45). La lepra no se podía llevar
en silencio. Era una enfermedad humillante, excluyente y muy repugnante. En cierta ocasión, un periodista le dijo
a Madre Teresa que él no limpiaría las llagas de un leproso que ella estaba
curando ni por dos millones de dólares. Madre Teresa le contestó: “Ni yo
tampoco…” Pero lo peor de la lepra
no era el sufrimiento físico; era la pena moral: para todos, el leproso era un
pecador; y la lepra, una maldición de Dios.
Podemos ahora adentrarnos en el texto. Cada palabra, cada gesto, cada
detalle es importante, tiene mensaje.
Se le acercó un leproso
Los tres evangelios sinópticos
(Mateo, Marcos y Lucas) dicen que el leproso se acercó a Jesús y se postró en
tierra. Ya aquí tenemos una primera
indicación: no hay lepra que se cure sin humildad. Postrarse es reconocer la propia nada, la propia miseria delante
de Dios.
“Si quieres, puedes limpiarme”
Este “si quieres, puedes” es una radiografía de su corazón: la
lepra la tenía en la piel, no en el corazón. Toda enfermedad es, en última
instancia, consecuencia del pecado… Pero
hay pecadores que tienen el corazón sano. Son pecadores llenos de fe, de
humildad y confianza en Cristo. La
peor lepra es la que no se reconoce. El peor leproso es el que no se considera
enfermo. Tal vez porque sus llagas no se ven desde fuera, ni huelen mal, ni
repugnan. Parecen “gente decente”,
pero están lejos de Dios. Y no acuden a Él.
Y no hay cosa más difícil que sanar a quien no se sabe enfermo.
¡Quiero…!
La segunda parte del
texto es la más conmovedora. El
leproso intuyó que Cristo estaba más allá de la ley de Moisés. Que Él tenía otra ley: la de la
compasión, la comprensión y la misericordia. El texto dice que Jesús se
compadeció de él. El verbo griego (σπλαγχνισθεις) para explicar que Jesús se compadeció hace
referencia a las entrañas maternas. Además, dice el texto que “extendió la
mano y lo tocó”. La mano de Jesús simboliza la fuerza omnipotente de Dios. Y el hecho de tocarlo, habla aún más. Tocar
a un leproso estaba prohibidísimo. Jesús
toca y su toque se vuelve acaricia. Para
Gary Chapman, el contacto físico es un lenguaje
primario del amor (cf. Los cinco
lenguajes del amor). Todos
necesitamos una caricia al día… y este leproso llevaba muchos años sin
recibirla. La caricia de Cristo no
sólo conforta, también sana. Sana el cuerpo pero, sobre todo, sana el alma.
Inmediatamente se le quitó la lepra
Jesús le dijo -en
griego: καθαρισθητι : “queda puro”. En latín: mundare = “queda limpio”, pero también:
“queda hermoso” (pulcro). Inmediatamente se le quitó la lepra:
Dios tiene prisa de curarnos. Dios tiene prisa de vernos hermosos de nuevo. Cuando Cristo nos cura y perdona,
debemos escapar ya del pasado. Dice la Biblia que para Dios un día es como mil
años y mil años como un día (2 Pe 3,
8). Lo que hice ayer, para Dios es
historia. Historia lejana. Tal vez Dios
vea mis pecados como el periódico. Y “no hay historia más antigua que el
periódico de ayer”, decía Churchill.
La Virgen Purísima
Todos tenemos algún
tipo de lepra. Todos venimos arrastrando algún tipo de enfermedad moral
incurable… ¿Cuáles es la tuya? María, nuestra Madre y Virgen Purísima, nos
ayude a acercarnos con fe, humildad y confianza a su Hijo para decirle: “Señor,
si quieres, puedes limpiarme”.