XX Domingo del Tiempo Ordinario - 14 de agosto de 2011
Parroquia de Fátima - Monterrey, N.L.
Un Dios que no responde
Todos hemos tenido
alguna vez la experiencia de un Dios que no responde. Ante un problema grave, una necesidad, una urgencia, acudimos a Él
en la oración. Pero todo sigue igual; nada se arregla; no se ve la salida.
Parece como si Dios no escuchara; y si escucha, no responde. El Papa dice, sin embargo, que Dios también habla por medio del silencio:
“El
silencio de Dios, la experiencia de la lejanía del Omnipotente y Padre, es una
etapa decisiva en el camino terreno del Hijo de Dios... Esta experiencia de
Jesús es indicativa de la situación del hombre que, después de haber escuchado
y reconocido la Palabra de Dios, ha de enfrentarse también con su silencio. Muchos
santos y místicos han vivido esta experiencia, que también hoy se presenta en
el camino de muchos creyentes… En esos momentos de oscuridad, [Dios] habla en
el misterio de su silencio” (Exhortación apostólica Verbum Domini, n. 21).
El silencio de Dios
puede parecer cruel, pero no lo es. Es un silencio que invita a madurar y
crecer en la fe.
Pagana, pero con fe…
La mujer cananea del
Evangelio de hoy es un ejemplo de lo que es capaz de hacer el silencio de Dios. Ella tenía un problema. Un grave
problema: su hija estaba siendo atormentada por un demonio. No sabemos bien de qué se trataba: podía ser una posesión
diabólica; o tal vez su hija se había descarriado, andaba en malos pasos… En cualquier caso, ella sabe que su hija no es mala; que ninguna hija es mala. Es el demonio
quien las desfigura, las “desnaturaliza”, las afea, las hace sufrir… Se enteró de que Jesús pasaría por su
tierra. Tierra de paganos (Tiro y Sidón); tierra, por tanto, de gente sin la
herencia de la fe, sin la bendición del pueblo escogido, sin la predilección de
Dios… El caso es que ella, al ver a
Jesús, sintió que una ola de esperanza removía todo en su interior, y acudió a
Él. Pero “Jesús –dice el Evangelio– no le contestó una sola palabra”. Él no venía para los paganos,
sino para los israelitas… Eran las reglas. ¡Qué difícil! ¡Cuesta imaginar a un
Jesús inflexible, duro, impenetrable a las súplicas! Pero a qué grado de
insistencia y atrevimiento llegaría la fe de la cananea, lo dice el Evangelio con
seis verbos:
- Le salió al encuentro
- Le gritó
- Se acercó
- Se postró
- Le dijo de nuevo
- Le replicó
Qué hacer ante el silencio de Dios
Hay una regla
básica: al orar tienes que aprender a decir “no” a la impaciencia; “sí” a la
insistencia. Si Dios calla, tú no
calles. Dios puede dejar de hablar;
pero jamás dejar de amar. Dios puede silenciar sus labios; nunca su corazón. Cuando
calla, nos sigue amando.
Cómo ablandar
el corazón de Dios
La oración, en su
versión más atrevida, es el poder del hombre sobre el corazón de Dios.
Oración paciente
La mujer cananea fue
paciente. No se desanimó ante el silencio de Dios y sus aparentes negativas. Cuando
ores, tienes que estar dispuesto a esperar; la hora de Dios llegará. Y seguir insistiendo
e insistiendo..., como la mujer cananea, al punto que los apóstoles le rogaban
a Jesús que la atendiera.
Oración humilde
“También los
perritos se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos…”. Así de humilde fue la oración de la
mujer. Sabía que no pertenecía al “pueblo elegido”. Acepta su realidad…
Oración creyente
La mujer se atreve a pedir a Jesús lo que trae en
el corazón. Ora con fe; con una “fe proactiva”. Es, tal vez, el mayor fruto del
silencio de Dios: una fe más grande, más madura, más atrevida.
Oración materna
La oración de la mujer
cananea tenía un “plus” que no podemos dejar de considerar: era una “oración
materna”. La oración de una madre por sus hijos siempre tiene un poder especial
sobre el corazón de Dios. Hace vibrar sus fibras más sensibles, porque el
corazón de Dios tiene mucho de “materno”. Creo que en el corazón de Dios debe
haber un casillero especial –preferencial– para las oraciones que vienen de un
corazón de madre. Dios sabe que son las peticiones más sinceras, las más
nobles, las más desinteresadas, las más apremiantes, las más certeras. La
oración de una madre es tal vez lo más parecido en la creación al corazón de
Dios: a su sensibilidad, a su compasión, a su “sinfonía interior”. Incluso los
que no somos mamás, podemos pedir por los demás con corazón de madre, con “afecto maternal”, y así ser más
fácilmente escuchados.
Probando tu oración
El silencio de Dios
es un “test” para tu oración. Es como si Dios te dijera: “Dóblame, gáname, convénceme…”.
Él quiere ceder, pero no está
dispuesto a hacerlo sin que crezcan tu corazón y tu oración. Por eso a veces no
responde…; por lo menos, no a la primera. Y recuerda: ¡Se vale pedir…! Dios
está siempre por encima de sus propias “reglas”.
María, la “omnipotencia suplicante”
San Bernardo dijo
que María es la “omnipotencia suplicante”. ¡Cómo no iba a serlo si su oración
brota del corazón más paciente, más humilde, más creyente, más materno que
jamás haya existido! Ella es la Mujer que en el mundo de hoy suplica insistente
a Jesús por sus hijos e hijas, atormentados muchas veces por el mal… A Ella
podemos acogernos con confianza, sabiendo que su Hijo terminará por escucharla
siempre.