V Domingo Cuaresma - 10 de abril de 2011
Un caso perdido
A veces nos topamos con “casos perdidos”: un papá, un hijo, un hermano, un amigo, un conocido… Más aún, cada uno puede sentirse un caso perdido…
Recuerdo a un amigo en el Tec que había caído en el vicio de la pornografía. Se sentía un caso perdido: no podía salir de él. Estaba inquieto, angustiado, incluso desesperado.
El Evangelio de hoy nos presenta un “caso perdido”: Lázaro. Estaba gravemente enfermo cuando sus hermanas mandaron llamar a Jesús para que lo curara. Pero Jesús no llegó y Lázaro murió.
Causas de los casos perdidos
Por no atender a tiempo una situación. Por reincidir en una mala conducta una y otra vez hasta formar un vicio, prácticamente imposible de extirpar. Por la gravedad de una determinada situación.
No perder la esperanza
Sin embargo, nunca debemos perder la esperanza. Para Dios, nadie es un “caso perdido”. Dios puede intervenir en cualquier momento. Y no le faltan recursos. Clave: dejar que Dios actúe cuando Él quiera y como Él quiera. Cuando Martha y María mandaron llamar a Jesús, Él no acudió inmediatamente; las dejó esperando… De hecho, Jesús nunca llegó. O, mejor dicho, cuando llegó, era demasiado tarde: Lázaro había muerto.
A veces nos pasa lo mismo: Dios no responde cuando lo necesitamos, y cuando responde, parece demasiado tarde. Olvidamos que Dios nunca llega tarde… Una chica me recordó recientemente las tres posibles respuestas de Dios a nuestras oraciones:
- Sí.
- Sí, pero no ahora.
- No, porque tengo algo mejor que darte.
Dios también nos habla con su silencio (cf. Benedicto XVI, Exhort. Verbum Domini).
Dios nunca llega tarde porque Él lo puede arreglar todo, pasando por encima de cualquier “imposible” humano. Un muerto, según la mentalidad judía, conservaba el alma hasta el tercer día. A partir del cuarto día, al empezar la descomposición, el alma no podía estar ya ahí, y era ya “impensable” una resurrección.
Pero Dios nunca llega tarde a sus citas. Interviene en el momento justo. Y el momento justo es cuando humanamente ya no hay nada que hacer, fuera de esperar que Dios haga algo.
¡Quiten la losa!
El milagro comenzó con un mandato: “¡Quiten la losa!”. En el Evangelio de san Juan es una constante de los milagros de Jesús: pide la colaboración humana como primer paso. “Llenen las tinajas de agua” (bodas de Caná). “Hagan sentar a la gente” (multiplicación de los panes). “Ve y lávate” (curación del ciego de nacimiento). “Quiten la losa” (resurrección de Lázaro).
Pero ese “¡quiten la losa!” posiblemente fue también una invitación a remover otra losa más pesada: la losa de la duda, de la incredulidad, de la desesperanza, que hace imposible cualquier milagro. Ante el mandato, Martha responde con un “ya huele mal”. Lo que olía mal era su fe y su confianza. Por eso Jesús le reprocha a Martha: “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?”
La gloria de Dios
Jesús insiste en que el milagro que va a hacer tiene que ver con la gloria de Dios. Lo dijo antes a sus discípulos: “Esta enfermedad no es de muerte, sino que servirá para la gloria de Dios”. Y ahora lo dice a Martha: “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?” ¿Y cuál es la gloria de Dios? La gloria de Dios es que el hombre viva.
Gloria Dei, vivens homo –dirá san Ireneo.
Dios ama tanto al hombre que pone todo su poder, todos sus recursos, en hacer que el hombre viva. “No me complazco en la muerte del pecador, sino en que cambie de conducta y viva”, dice constantemente la liturgia del tiempo cuaresmal.
¡Lázaro, sal fuera!
El momento culmen del milagro se da cuando Jesús, conmovido, grita a Lázaro: “¡Sal fuera!”. ¿Cómo no escuchar ese mismo mandato dirigido en esta cuaresma a cada uno de nosotros? Sal fuera de tu incredulidad, sepulcro de tu fe. Sal fuera de tu desaliento, sepulcro de tu esperanza. Sal fuera de tu egoísmo, sepulcro de tu amor. Sal fuera de tu rencor, sepulcro de tu perdón. Sal fuera de tu amargura, sepulcro de tu alegría. Quizá tendrás que salir de ese sepulcro todo vendado y atado, como Lázaro. Pues tú también, aunque sea “a brinquitos”, pero ¡sal fuera!
Conclusión
Jesús también salió de su sepulcro…
María es la Madre de las causas y de los casos perdidos. Que Ella se compadezca de nosotros y nos alcance la gracia, por la fuerza y el poder de su Hijo, de salir fuera de nuestro sepulcro.
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