Solemnidad de la Epifanía del Señor - 8 de enero
de 2012
Parroquia de Fátima - Monterrey, N.L.
Epifanía
Celebramos
hoy la Epifanía del Señor. “Epifanía” es un término griego que
significa “manifestación”, “revelación”. El relato evangélico de la Epifanía
pone en primer plano tres “personajes”: la estrella, los magos y Herodes. Pienso que cada uno, a su modo, nos
deja hoy una importante lección de vida.
La lección de la estrella
El
nacimiento de Cristo –el mayor acontecimiento de la historia–, no tuvo
reflectores, ni cámaras, ni reporteros, ni Tweeter,
ni Facebook, ni “Bb’s” para darse a conocer al mundo. Todo ocurrió en el silencio,
al resguardo de la noche, en la oscuridad de una cueva. Pero una estrella
brilló en el firmamento.
Los
historiadores se han preguntado qué tipo de estrella pudo ser aquélla:
- ¿Un meteoro?
- ¿Una estrella fugaz?
- ¿Quizá, más probablemente, un cometa?
Eso no
es lo importante. Lo importante es que esa estrella brilló para indicar la
presencia viva del Niño Dios recién nacido. El Evangelio dice que todos debemos
brillar: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras
buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt. 5, 16). Ésta es la lección de la
estrella: si eres “hijo de la luz”; ¡debes brillar! Ahora bien, la estrella no brilló para seducir sino para conducir.
Seduce el que atrae a los demás hacia
sí mismo; conduce el que los lleva a otro. Tu vida cristiana
debe ser una estrella que lleve a los demás a Cristo; que les indique dónde
está Él. Quien así brilla, no falta a la humildad. Se sabe signo, se sabe
señal, no destino.
La lección de los magos
¿Quiénes
eran estos hombres? No eran “magos” en el sentido actual de ilusionistas o expertos
en trucos. Eran, según la terminología de entonces, hombres dedicados al
estudio, la ciencia y la sabiduría. Eran, en definitiva, buscadores de la
verdad sobre Dios, sobre el mundo y sobre sí mismos. En esa búsqueda, inspeccionaban
el firmamento. Pero tenían también la sana costumbre de inspeccionar el propio
corazón. Así descubrieron que esa nueva estrella no sólo brillaba en el cielo;
también iluminaba y atraía su corazón. Y tuvieron la suficiente sensibilidad
espiritual y sencillez para reconocer que esa estrella era una invitación de Dios –hoy diríamos, una
“moción interior”– a ponerse en camino. Intuyeron, además, que la estrella no
era todo; que era la señal de algo más grande. No se equivocaban. Era una estrella
que precedía al Sol, cuya luz disiparía las tinieblas del mundo y de la
historia; la oscuridad de los pueblos y de cada corazón humano. Fue así como
emprendieron un viaje tan largo como humanamente incierto. En la fe, acababan
de encontrar a Aquel que daría sentido a toda su vida. Los magos anticiparon así,
por siglos, la célebre expresión que Blas Pascal pondría en labios de Jesús: «No me buscarías si no me hubieses
ya encontrado» (Pensamientos,
355). La lección de
los magos es la sensibilidad y docilidad interior. Es decir, la atención a las llamadas de la gracia en nuestra alma. Todos
hemos sentido esas invitaciones
interiores de Dios. Son estrellas que se encienden en nuestra alma para atraernos
a Él. Sobre todo cuando las tinieblas cubren nuestro horizonte personal, Dios
suele hacer brillar alguna estrella: una señal, una idea, una corazonada, una
persona, un acontecimiento, que parece decirnos: “por aquí…”.
La lección de Herodes
Los
Magos llegaron a Jerusalén, y preguntaron con ingenuidad: ¿Dónde está el Rey de
los Judíos? Herodes se asustó. Sus ojos, entenebrecidos por el orgullo y la
autosuficiencia, no vieron en Jesús una Luz, un Salvador; vieron una amenaza. “Aquí sólo cabe un rey, y ese rey soy yo”,
habrá pensado. Herodes se convirtió así en el prototipo del hombre que prefiere
las tinieblas a la luz; del que cierra los ojos y aprieta el corazón para no
ver la luz. Jesús –dice san Juan– «es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.
En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció». Y lo que sigue me parece la
frase más triste de todo el Evangelio: «Vino a su casa, y los suyos no
la recibieron» (Jn. 1, 9 – 11). La lección
de Herodes es, en realidad, una “anti-lección”: rechazar la luz, rechazar a
Cristo, preferir las tinieblas a la luz. Tristemente, de algún modo todos
llevamos un Herodes dentro. Uno que se sobresalta cuando oye que viene Jesús.
Uno que, cuando Cristo se acerca, se siente amenazado. Hay que cuidar que ese
Herodes no imponga su reino de tinieblas en nuestro corazón. Hay que seguir,
más bien, el ejemplo de los Magos: una vez que hallaron a Jesús ya no volvieron
a Herodes, sino que regresaron a su casa por
otro camino. ¡Ésa es la clave! Si encontraste a Jesús, no debes volver por
el mismo camino. Si encontraste a Jesús, tus caminos deben ser ya otros. En
otras palabras, no puedes volver al “antes de Cristo” cuando ya hiciste la
experiencia del “después de Cristo”.
La Madre bajo el resplandor de la estrella
El texto
evangélico de la Epifanía nos dice que los magos, al llegar a Belén,
encontraron al Niño con María, su Madre.
María es, desde entonces, la Estrella que nos guía hacia Cristo.
Por eso, la
Iglesia la llama:
- Estrella de la mañana que precede al Sol.
- Estrella del mar que nos lleva a puerto seguro.
- Estrella de la Nueva Evangelización.
El
mundo del siglo XXI, como el del profeta Isaías, sigue envuelto en tinieblas.
Necesita estrellas que lo orienten. Que María Santísima nos enseñe cómo ser esas
estrellas que brillan, con humildad, pero también con claridad, para guiar a
los demás hacia Cristo.
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