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miércoles, 11 de enero de 2012

LECCIONES DE LA EPIFANÍA


Solemnidad de la Epifanía del Señor - 8 de enero de 2012
Parroquia de Fátima - Monterrey, N.L.

Epifanía

Celebramos hoy la Epifanía del Señor.  “Epifanía” es un término griego que significa “manifestación”, “revelación”. El relato evangélico de la Epifanía pone en primer plano tres “personajes”: la estrella, los magos y Herodes. Pienso que cada uno, a su modo, nos deja hoy una importante lección de vida.

La lección de la estrella

El nacimiento de Cristo –el mayor acontecimiento de la historia–, no tuvo reflectores, ni cámaras, ni reporteros, ni Tweeter, ni Facebook, ni “Bb’s” para darse a conocer al mundo. Todo ocurrió en el silencio, al resguardo de la noche, en la oscuridad de una cueva. Pero una estrella brilló en el firmamento.


Los historiadores se han preguntado qué tipo de estrella pudo ser aquélla:
  • ¿Un meteoro?
  • ¿Una estrella fugaz?
  • ¿Quizá, más probablemente, un cometa?
Eso no es lo importante. Lo importante es que esa estrella brilló para indicar la presencia viva del Niño Dios recién nacido. El Evangelio dice que todos debemos brillar: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt. 5, 16). Ésta es la lección de la estrella: si eres “hijo de la luz”; ¡debes brillar! Ahora bien, la estrella no brilló para seducir sino para conducir. Seduce el que atrae a los demás hacia sí mismo; conduce el que los lleva a otro. Tu vida cristiana debe ser una estrella que lleve a los demás a Cristo; que les indique dónde está Él. Quien así brilla, no falta a la humildad. Se sabe signo, se sabe señal, no destino.

La lección de los magos

¿Quiénes eran estos hombres? No eran “magos” en el sentido actual de ilusionistas o expertos en trucos. Eran, según la terminología de entonces, hombres dedicados al estudio, la ciencia y la sabiduría. Eran, en definitiva, buscadores de la verdad sobre Dios, sobre el mundo y sobre sí mismos. En esa búsqueda, inspeccionaban el firmamento. Pero tenían también la sana costumbre de inspeccionar el propio corazón. Así descubrieron que esa nueva estrella no sólo brillaba en el cielo; también iluminaba y atraía su corazón. Y tuvieron la suficiente sensibilidad espiritual y sencillez para reconocer que esa estrella era una invitación de Dios –hoy diríamos, una “moción interior”– a ponerse en camino. Intuyeron, además, que la estrella no era todo; que era la señal de algo más grande. No se equivocaban. Era una estrella que precedía al Sol, cuya luz disiparía las tinieblas del mundo y de la historia; la oscuridad de los pueblos y de cada corazón humano. Fue así como emprendieron un viaje tan largo como humanamente incierto. En la fe, acababan de encontrar a Aquel que daría sentido a toda su vida. Los magos anticiparon así, por siglos, la célebre expresión que Blas Pascal pondría en labios de Jesús: «No me buscarías si no me hubieses ya encontrado» (Pensamientos, 355). La lección de los magos es la sensibilidad y docilidad interior. Es decir, la atención a las llamadas de la gracia en nuestra alma. Todos hemos sentido esas invitaciones interiores de Dios. Son estrellas que se encienden en nuestra alma para atraernos a Él. Sobre todo cuando las tinieblas cubren nuestro horizonte personal, Dios suele hacer brillar alguna estrella: una señal, una idea, una corazonada, una persona, un acontecimiento, que parece decirnos: “por aquí…”.

La lección de Herodes

Los Magos llegaron a Jerusalén, y preguntaron con ingenuidad: ¿Dónde está el Rey de los Judíos? Herodes se asustó. Sus ojos, entenebrecidos por el orgullo y la autosuficiencia, no vieron en Jesús una Luz, un Salvador; vieron una amenaza.  “Aquí sólo cabe un rey, y ese rey soy yo”, habrá pensado. Herodes se convirtió así en el prototipo del hombre que prefiere las tinieblas a la luz; del que cierra los ojos y aprieta el corazón para no ver la luz. Jesús –dice san Juan– «es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció». Y lo que sigue me parece la frase más triste de todo el Evangelio: «Vino a su casa, y los suyos no la recibieron» (Jn. 1, 9 – 11). La lección de Herodes es, en realidad, una “anti-lección”: rechazar la luz, rechazar a Cristo, preferir las tinieblas a la luz. Tristemente, de algún modo todos llevamos un Herodes dentro. Uno que se sobresalta cuando oye que viene Jesús. Uno que, cuando Cristo se acerca, se siente amenazado. Hay que cuidar que ese Herodes no imponga su reino de tinieblas en nuestro corazón. Hay que seguir, más bien, el ejemplo de los Magos: una vez que hallaron a Jesús ya no volvieron a Herodes, sino que regresaron a su casa por otro camino. ¡Ésa es la clave! Si encontraste a Jesús, no debes volver por el mismo camino. Si encontraste a Jesús, tus caminos deben ser ya otros. En otras palabras, no puedes volver al “antes de Cristo” cuando ya hiciste la experiencia del “después de Cristo”.

La Madre bajo el resplandor de la estrella

El texto evangélico de la Epifanía nos dice que los magos, al llegar a Belén, encontraron al Niño con María, su Madre. María es, desde entonces, la Estrella que nos guía hacia Cristo.
Por eso, la Iglesia la llama:
  • Estrella de la mañana que precede al Sol.
  • Estrella del mar que nos lleva a puerto seguro.
  • Estrella de la Nueva Evangelización.
El mundo del siglo XXI, como el del profeta Isaías, sigue envuelto en tinieblas. Necesita estrellas que lo orienten. Que María Santísima nos enseñe cómo ser esas estrellas que brillan, con humildad, pero también con claridad, para guiar a los demás hacia Cristo. 

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