XXXI Domingo del Tiempo Ordinario - 30 de octubre
de 2011
Parroquia de Fátima - Monterrey, N.L.
A nadie llamen “padre” sobre la tierra
El Evangelio de hoy
es una advertencia sobre todo para nosotros, los sacerdotes. En este país, y en
muchos otros, a los sacerdotes se les llama “padre”. El Evangelio, sin embargo,
parece prohibir esto cuando dice: “A ningún hombre sobre la tierra lo llamen
“padre”, porque el padre de ustedes es sólo el Padre celestial”. ¿Por qué,
entonces, me llaman “padre”? Y, sobre todo, ¿por qué me dejo llamar padre por
ustedes?
Una confesión personal
Ante todo, sé que no
merezco semejante título, pero reconozco que es el que más me gusta. No me gusta, por ejemplo, que en México, la
política de muchas empresas de servicio sea llamarnos “señor”. Cuando me
dicen “señor” sale peor… “Señor” traduce la palabra latina “Dominus”, que sabe a dominio y
superioridad. “Padre”, en cambio, tiene una connotación más familiar. Cuando
escucho que me llaman “padre”, más que autoridad siento cariño, afecto,
confianza.
El padre de ustedes es sólo el Padre
celestial
Pero Jesús tiene
razón: aquí sólo hay un Padre, y es Dios. Lo que Jesús quiere evitar es que se reconozca
a alguien la condición de “padre” al
margen de Dios. Pero no excluye el que de esa única Paternidad Divina participe
la paternidad humana. De hecho, la inmensa mayoría de la gente no duda en
llamar “padre” a su papá… ¿Acaso Dios se ofende por eso? San Pablo lo aclara
así: “Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda paternidad
en el cielo y en la tierra” (Ef 3.
14). Y él mismo se reconoce como “padre” de las comunidades cristianas a las
que ha engendrado en Cristo: “Pues aunque hayáis tenido –dice a los corintios– diez
mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por
el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús” (1
Cor 4, 15). En pocas palabras, todos los que de alguna manera somos
“padres” en la tierra, participamos de la única verdadera paternidad de Dios en
el cielo.
Ser padre siendo hermano
Ser “padre” no es un
privilegio, es una responsabilidad; no es un honor, es una tarea; no es una
investidura, es un servicio. De hecho, la Iglesia se refiere a este servicio con
una expresión muy hermosa y realista: “el servicio de la autoridad”. Los mismos
Papas solían firmar “Servus servorum Dei”:
Siervo de los siervos de Dios. La regla de oro de una auténtica paternidad es
la humildad. Si eres padre, debes recordar constantemente que también eres hermano.
San Agustín lo dijo con una frase que siempre me ha hecho reflexionar: “Vobis sum episcopus; vobiscum christianus”:
“Para vosotros soy obispo; con vosotros soy cristiano”.
Cómo ser buen padre
A los sacerdotes nos
llaman padres por nuestra “paternidad espiritual”. Somos “padres espirituales”.
Y ser padre espiritual es un arte. El Papa san Gregorio Magno decía que es “el
arte de las artes”. Supone grandes dosis de amor, de paciencia, de ternura, de
comprensión y de exigencia al mismo tiempo. Al mismo tiempo, una constante
actitud de servicio. Mi sacerdocio no es para mí: ¡es para los demás! De hecho,
al único que no puedo servir con mi sacerdocio es a mí mismo… Hay un himno en
la liturgia de las horas que recoge maravillosamente en qué consiste la paternidad
espiritual del sacerdote. Se lo leo textualmente:
“Señor, tú me
llamaste para ser instrumento de tu gracia, para anunciar la Buena Nueva, para
sanar las almas. Instrumento de paz y de justicia, pregonero de todas tus
palabras, agua para calmar la sed hiriente, mano que bendice y que ama. Señor,
tú me llamaste para curar los corazones heridos, para gritar, en medio de las
plazas, que el Amor está vivo, para sacar del sueño a los que duermen y liberar
al cautivo. Soy cera blanda entre tus dedos, haz lo que quieras conmigo. Señor,
tú me llamaste para salvar al mundo ya cansado, para amar a los hombres que tú,
Padre, me diste como hermanos. Señor, me quieres para abolir las guerras y
aliviar la miseria y el pecado; hacer temblar las piedras y ahuyentar a los
lobos del rebaño”.
María, Madre de todos los padres
A María nos
encomendamos siempre todos los padres. Y no sólo los que somos “padres
espirituales”. También ustedes, padres de familia, deben encomendarse
constantemente a María. Que Ella nos conceda ser buenos padres, en actitud
siempre de servicio a nuestros hermanos.
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