La ciencia más avanzada muestra que la lenta evolución del cosmos hasta la aparición del hombre sobre la Tierra obedece a un diseño inteligente. La Inteligencia creadora todo lo dispuso para que el universo fuera el hogar de una creatura privilegiada. ¿Cómo no pensar que esa creatura es fruto también de un alto diseño? El diseño refleja la función, el para qué de algo. Los ventiladores eléctricos cuentan con aspas en forma circular, inclinadas en un determinado ángulo; fueron pensados para arrojar aire.
La persona humana porta un diseño. Cada uno de sus “componentes”, cada segmento corporal, cada detalle de su apariencia exterior, todo habla de un “para qué” ─de una teleología, como dicen los filósofos: el amor. Sus ojos enamoran y se enamoran; sus manos acarician, sostienen, ayudan, estrechan otras manos; sus brazos dan refugio y ofrecen una ternura inigualable; su temperatura corporal invita al afecto y la intimidad.
El interior no es menos sorprendente. Sensibilidad, emotividad, inteligencia, voluntad y afectividad: todo un finísimo y poderoso instrumental diseñado para percibir, intuir, aceptar, acoger y vivir el amor, así en sus frenéticos impulsos como en sus vibraciones más sutiles.
El diseño no termina ahí. La voluntad del hombre tiende, como por instinto, hacia el bien y la felicidad. Éste instinto de felicidad es el trasfondo de todos sus actos. Tanto el santo como el malvado buscan, en el fondo, lo mismo, pero por caminos y con resultados muy diferentes.
No es fácil definir la felicidad. Nos acercamos al concepto con ayuda de explicaciones descriptivas. Y una de ellas es la del gozo de una aspiración lograda. Cuanto más honda y arraigada la aspiración, más intensa y profunda la felicidad. Pues bien, la aspiración más grande, profunda y arraigada del ser humano, como se desprende de su diseño, es dar y recibir amor. El amor es la única fuente de felicidad para toda persona. Y ella, en lo más íntimo de su corazón, lo sabe.
La felicidad no está fuera de nosotros. No está en la fama, ni en las posesiones, ni en el desenfreno, ni siquiera en determinados logros personales. Ésos son espejismos de la felicidad, como los falsos espejos de agua en el desierto. Muchos lo intentaron, y acabaron mal. Buscando su felicidad, se equivocaron de la peor manera: vivieron para sí mismos. Y así, su vida perdió todo sentido. Porque es muy cierto el dicho: el que no vive para servir no sirve para vivir.
Recuerdo a un hombre en sus cuarenta que vino a verme, deprimido y desilusionado de la vida. Casado, con tres hijos, pero separado, vivía solo. Como comerciante, viajaba mucho, con gran éxito. Mantenía a su esposa y a sus hijos, aunque de lejos. Tenía cualquier capricho al alcance de su mano, pero se sentía vacío. Creo que inspirado por Dios, le pregunté: “Tú, ¿para quién vives?”. Conmovido, me dijo: “¡Qué buena pregunta...! ─guardó silencio mientras hundía su rostro entre sus manos, sollozando─ ¡No vivo para nadie!”.
La felicidad no está lejos de nosotros. Está en poner a trabajar nuestro mayor potencial: nuestra capacidad de amar. Sería un error buscar la felicidad por sí misma. Ella no se deja atrapar así, porque más que causa es efecto; más que un objetivo es un resultado.
Alguna vez escuché una comparación que me ayudó a entender todo esto: la felicidad es como el rabo de un perro. Si éste intenta atraparlo, dará vueltas y vueltas sobre sí mismo sin lograrlo. Si, en cambio, se olvida de buscarlo y responde más bien al llamado de su amo, su felicidad lo seguirá a todas partes. Es otra manera de comprender la bien conocida paradoja evangélica: “El que busque su vida, la perderá, pero el que la pierda por mí, la encontrará”.
Éste es el diseño original; el diseño inteligente para el cual fuimos creados, configurados y colocados en la vida. Sólo el amor revela nuestro auténtico ser: aquello de lo que estamos hechos y para lo que fuimos hechos. Sólo el que ama sabe vivir. Porque el amor es la más alta sabiduría.
(1er Capítulo del libro: "VICIOS & VIRTUDES")