El poder de las palabras
Las palabras tienen fuerza propia. Una sola palabra puede destruir, desanimar, culpar y lastimar; o también edificar, alentar, sanar y perdonar. «Las palabras se las lleva el viento», dice el refrán popular. Todos, sin embargo, recordamos palabras que han impactado nuestra vida mucho tiempo. Y todos hemos esperado con ansia alguna vez una sola palabra –una respuesta, disculpa, noticia o, quizá, sólo un saludo–. Todo enamorado sabe lo que significa esperar una palabra.
Dios poderoso en palabras
El poder de la palabra divina quedó patente en la creación. Dijo Dios «haya luz», y hubo luz; dijo Dios «haya firmamento», y hubo cielo; dijo Dios «hagamos al ser humano», y hubo humanidad. Toda la fuerza del universo fue liberada y puesta en movimiento por la Palabra de Dios. Después del pecado, Dios pronunciaría de nuevo su Palabra. Pero esta vez encarnada, concreta, concisa: «Jesús». La nueva Palabra sería aún más poderosa que la Palabra creadora. Ella encerraría en sí la bondad infinita de Dios y, al mismo tiempo, su infinita potencia regeneradora. Pronunciada sobre la humanidad, re-crearía al ser humano, engendrando hombres y mujeres nuevos. Jesús es esa nueva Palabra de Dios, mansa y poderosa al mismo tiempo, que es pronunciada sobre la tierra, sobre la humanidad entera para que ésta quede sana.
Basta con que digas una sola palabra
El oficial romano del evangelio lo había intuido bien. Él también conocía el poder de las palabras. Tenía la experiencia de su propia autoridad: decía a uno «ve» y él iba; y al otro «ven», y venía. Quizá por eso, tras enviar recado a Jesús de que viniera a su casa a curar a un criado muy querido, reformuló su súplica e inspiró una de las frases más bellas de la Misa: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa; pero una palabra tuya bastará para sanar a mi criado». El Catecismo de la Iglesia Católica, citando a san Juan de la Cruz, nos recuerda que Dios sólo tiene una Palabra: «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra...» (n. 65). Jesús es la Palabra de Dios. Y Jesús es Amor misericordioso y regenerador; Amor que salva. Dios no tiene otra palabra que decirnos. De este modo, con esa Palabra, Dios resuelve todos nuestros crucigramas. Por eso, sin importar lo grave, difícil o vergonzoso de alguna situación, podemos siempre apelar a Dios con la misma súplica eficaz del centurión: «Basta con que digas una sola palabra… y mi alma, mi matrimonio, mi hijo/a, mi familia, mi realidad… quedará sana».
María y la Palabra
María fue la primera en escuchar la nueva Palabra que Dios pronunció sobre el mundo el día de la Encarnación. Y fue también la primera en experimentar el poder misericordioso y re-creador de esa Palabra: fue la Mujer Nueva por excelencia. Ella nos conceda dirigirnos a Jesús con las mismas palabras del evangelio: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanar mi alma».