EL DON DE LA PAZ
Mi paz os doy
De
niño, en Misa, había una frase que nunca entendía. La liturgia en México usaba
entonces el “vosotros”. Y el padre hablaba de prisa. La frase era: «Señor Jesucristo, que dijiste a
tus apóstoles: Ni pasos dejo, ni pasos doy…». ¿Qué querría decir Jesús con
esas misteriosas palabras? Sólo más tarde caí en la cuenta de que la frase era:
«Mi paz os
dejo; mi paz os doy…». Hoy es para mí una de las frases más hermosas y consoladoras de la Misa. ¡Suspiramos tanto por
la paz! No sin razón. Paz es sinónimo
de felicidad. «Daría la mitad de mi fortuna
–decía un multimillonario– por tener un minuto de verdadera paz». Pues bien, Cristo tiene esa paz que necesitamos. Quizá sólo
hace falta entenderla bien, buscarla donde está y luchar por ella.
Entender la paz
La paz
es la tranquilidad del orden, decía
san Agustín. Todos sabemos lo que es el orden: mantener cada cosa en su lugar. Si
es así, para vivir en paz sólo hace falta colocar
cada cosa en su lugar; particularmente nuestras relaciones vitales: con Dios,
los demás, nosotros mismos y las cosas. Alterar el orden en cualquiera de estas
relaciones supone perder la paz. Dicho de otra manera, quien mantiene en orden sus relaciones con Dios, con los
demás, consigo mismo y con las cosas vive en paz. En la práctica, este orden requiere un discernimiento
continuo sobre nuestro corazón. Como veremos, el mayor enemigo de la paz del
corazón no son las amenazas externas, los vaivenes circunstanciales, las
incertidumbres normales de la vida. Lo que más nos roba la paz es el desorden del corazón. La paz de Cristo reordena nuestro corazón. Por eso es una
paz profunda, inalterable, en cierto modo blindada contra cualquier adversidad
interna o externa.
Buscar la paz
También
el mundo, a su modo, nos ofrece paz. Vinculándola a los conceptos de
“seguridad” y/o “relax”, el mundo ha hecho de la paz una gran mercancía. ¡Y
vaya que se vende! «Si quieres paz –parece decir el mundo– necesitas sistemas de
protección, alarmas y candados, seguro para toda eventualidad, chequeos médicos
periódicos y vacaciones en una playa desierta y paradisiaca». La paz de Cristo es muy
diferente. Él nos dice: «No se la doy como la da el mundo». La paz de Cristo se funda en
certezas de fe, en abandonos y confianzas, en rectitudes de conciencia, en
coherencias de vida, en sanas prioridades, etc. Por eso la paz de Cristo es
compatible con cualquier vicisitud. De hecho, cuando Cristo dijo a los
apóstoles en la Última Cena: «La paz les dejo, mi paz les doy», sabía muy bien que les
esperaban grandes dificultades, persecuciones, ataques, etc. Pero también sabía
que su paz se sitúa en un plano más
profundo que la piel, la sensibilidad y la emotividad: ella se instala en el
corazón. Sólo estando ahí puede ser una “paz blindada”, a prueba de
turbulencias.
Luchar por la paz
Como
dijimos antes, la paz se basa en el orden de nuestras relaciones con Dios, con
los demás, con nosotros mismos y con las cosas. En nuestro estado actual de
seres inclinados al desorden por el pecado original, no es posible conquistar
la paz sin luchar contra todo aquello que desordena
nuestro corazón y nos roba la paz: la ambición excesiva, los malos deseos, la
vanidad, la susceptibilidad, etc.; en una palabra, el egoísmo –es decir, el amor propio desordenado– en cualquiera
de sus formas. Ahora bien, dado que en esta vida no nos es posible extirpar del
todo el egoísmo, la conquista de la paz puede parecer una tarea imposible. Pues
bien, aunque la lucha contra nuestro egoísmo no pueda tener tregua en esta
vida, podemos recibir y experimentar la paz de Cristo por la acción de su Espíritu
en nosotros y por nuestra correspondencia a dicha acción. En otras palabras, Jesús nos da su
paz dándonos su gracia para luchar contra nuestro egoísmo. Y aunque no venzamos
del todo, más aún, aunque caigamos de nuevo muchas veces, heridos en la
batalla, podremos siempre experimentar la
paz de estar luchando. Quien, por el contrario, rehuye o abandona esta lucha interior, lejos de encontrar la paz encontrará turbación,
intranquilidad, desasosiego interior. Quizá por eso Cristo añadió: «No se turbe vuestro corazón ni
se acobarde». Como queriendo decirnos: «no temas la lucha; precisamente en ella encontrarás la paz».
María, Reina de la paz
En este
mes de mayo, invoquemos a María, la
Reina de la paz. ¡Ella ha pacificado tantos
corazones a lo largo de la historia! Como pacificó el corazón de Juan Diego: «Oye y ten entendido, hijo mío, el más pequeño, que es nada lo que te asusta
y aflige. No se turbe tu corazón. No temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No
estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester?» Que estas palabras de María
acrecienten y maduren la paz de Cristo en nuestro corazón.