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domingo, 5 de mayo de 2013

EL DON DE LA PAZ



EL DON DE LA PAZ

Mi paz os doy

De niño, en Misa, había una frase que nunca entendía. La liturgia en México usaba entonces el “vosotros”. Y el padre hablaba de prisa. La frase era: «Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: Ni pasos dejo, ni pasos doy…». ¿Qué querría decir Jesús con esas misteriosas palabras? Sólo más tarde caí en la cuenta de que la frase era: «Mi paz os dejo; mi paz os doy…». Hoy es para mí una de las frases más hermosas y consoladoras de la Misa. ¡Suspiramos tanto por la paz! No sin razón. Paz es sinónimo de felicidad. «Daría la mitad de mi fortuna –decía un multimillonario– por tener un minuto de verdadera paz». Pues bien, Cristo tiene esa paz que necesitamos. Quizá sólo hace falta entenderla bien, buscarla donde está y luchar por ella.

Entender la paz

La paz es la tranquilidad del orden, decía san Agustín. Todos sabemos lo que es el orden: mantener cada cosa en su lugar. Si es así, para vivir en paz sólo hace falta colocar cada cosa en su lugar; particularmente nuestras relaciones vitales: con Dios, los demás, nosotros mismos y las cosas. Alterar el orden en cualquiera de estas relaciones supone perder la paz. Dicho de otra manera, quien mantiene en orden sus relaciones con Dios, con los demás, consigo mismo y con las cosas vive en paz. En la práctica, este orden requiere un discernimiento continuo sobre nuestro corazón. Como veremos, el mayor enemigo de la paz del corazón no son las amenazas externas, los vaivenes circunstanciales, las incertidumbres normales de la vida. Lo que más nos roba la paz es el desorden del corazón. La paz de Cristo reordena nuestro corazón. Por eso es una paz profunda, inalterable, en cierto modo blindada contra cualquier adversidad interna o externa.

Buscar la paz

También el mundo, a su modo, nos ofrece paz. Vinculándola a los conceptos de “seguridad” y/o “relax”, el mundo ha hecho de la paz una gran mercancía. ¡Y vaya que se vende! «Si quieres paz –parece decir el mundo– necesitas sistemas de protección, alarmas y candados, seguro para toda eventualidad, chequeos médicos periódicos y vacaciones en una playa desierta y paradisiaca». La paz de Cristo es muy diferente. Él nos dice: «No se la doy como la da el mundo». La paz de Cristo se funda en certezas de fe, en abandonos y confianzas, en rectitudes de conciencia, en coherencias de vida, en sanas prioridades, etc. Por eso la paz de Cristo es compatible con cualquier vicisitud. De hecho, cuando Cristo dijo a los apóstoles en la Última Cena: «La paz les dejo, mi paz les doy», sabía muy bien que les esperaban grandes dificultades, persecuciones, ataques, etc. Pero también sabía que su paz se sitúa en un plano más profundo que la piel, la sensibilidad y la emotividad: ella se instala en el corazón. Sólo estando ahí puede ser una “paz blindada”, a prueba de turbulencias.

Luchar por la paz

Como dijimos antes, la paz se basa en el orden de nuestras relaciones con Dios, con los demás, con nosotros mismos y con las cosas. En nuestro estado actual de seres inclinados al desorden por el pecado original, no es posible conquistar la paz sin luchar contra todo aquello que desordena nuestro corazón y nos roba la paz: la ambición excesiva, los malos deseos, la vanidad, la susceptibilidad, etc.; en una palabra, el egoísmo –es decir, el amor propio desordenado– en cualquiera de sus formas. Ahora bien, dado que en esta vida no nos es posible extirpar del todo el egoísmo, la conquista de la paz puede parecer una tarea imposible. Pues bien, aunque la lucha contra nuestro egoísmo no pueda tener tregua en esta vida, podemos recibir y experimentar  la paz de Cristo por la acción de su Espíritu en nosotros y por nuestra correspondencia a dicha acción. En otras palabras, Jesús nos da su paz dándonos su gracia para luchar contra nuestro egoísmo. Y aunque no venzamos del todo, más aún, aunque caigamos de nuevo muchas veces, heridos en la batalla, podremos siempre experimentar la paz de estar luchando. Quien, por el contrario, rehuye o abandona esta lucha interior, lejos de encontrar la paz encontrará turbación, intranquilidad, desasosiego interior. Quizá por eso Cristo añadió: «No se turbe vuestro corazón ni se acobarde». Como queriendo decirnos: «no temas la lucha; precisamente en ella encontrarás la paz».

María, Reina de la paz

En este mes de mayo, invoquemos a María, la Reina de la paz. ¡Ella ha pacificado tantos corazones a lo largo de la historia! Como pacificó el corazón de Juan Diego: «Oye y ten entendido, hijo mío, el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón. No temas esa enfermedad, ni otra alguna  enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás  bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester?» Que estas palabras de María acrecienten y maduren la paz de Cristo en nuestro corazón.