Domingo IV de Cuaresma
10 de marzo de 2013
Un tramo esencial de la fe
La experiencia de la fe necesita atravesar un tramo esencial: el perdón de Dios. Se diría que nadie ha hecho realmente la experiencia de Dios si no ha hecho la experiencia de su perdón. Después de todo, la fe es el encuentro con un Dios que nos ama profundamente, incondicionalmente, ilimitadamente. La Biblia lo expresa con palabras conmovedoras: «Cual la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Yahveh para quienes le temen; que él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo» (Sal 103, 13 – 14).
El itinerario de la conversión
Si Dios está siempre abierto y disponible para perdonarnos, lamentablemente el hombre no siempre está abierto y disponible para recibir su perdón. El Catecismo constata, con tristeza, que el hombre pecador puede sentir miedo, ocultarse de Dios y huir ante su llamada (cf. n. 29). El hombre, para convertirse, necesita superar esa resistencia interior: el miedo de Dios. La parábola del hijo pródigo es una obra maestra de trama literaria, psicológica y espiritual. Ella nos muestra, precisamente, el itinerario interior de la conversión en sus pasos esenciales. Un itinerario cuyas etapas de desarrollan a través de una progresiva madurez, lucidez, sensatez y confianza, y que podríamos sintetizar con cuatro verbos: reflexionar, recordar, regresar y recibir.
Reflexionar
El hijo pródigo empezó su conversión cuando se puso a reflexionar. Sólo así pudo reconocer su deplorable situación. Su feliz aventura de placeres y despilfarro le había llevado hasta un corral de cerdos. Comprendió así no sólo las dramáticas consecuencias del pecado; comprendió también la esencia del pecado como ofensa a Dios y rechazo del destino que Él pensó para el hombre, el cielo: «He pecado contra el cielo y contra ti…». Fue una reflexión lúcida y valiente. Los golpes de la vida le habían hecho crecer y madurar. También a nosotros, los “mazazos” y reveses de la vida nos ayudan y empujan a la interiorización, a ese primer paso de la conversión que va siempre en dirección al propio corazón. Ahí es donde se gesta el arrepentimiento profundo y la verdadera compunción.
Recordar
El segundo paso no es menos importante: recordar la casa del Padre. El joven recordó que en casa de su Padre nunca le faltó nada. Más concretamente, que siempre había pan en abundancia, mientras él ahora se moría de hambre. El “pan en abundancia” de la casa del Padre simboliza mucho más que una despensa llena. Simboliza la providencia de Dios, que vela continuamente por nuestra vida y provee a nuestras verdaderas necesidades. Dios es la verdadera casa del hombre; esa a la que pertenecemos, en la que no nos falta nada –aunque humanamente suframos indigencias de diverso género– y a la que siempre podemos volver. «Quien a Dios tiene, nada le falta», decía Santa Teresa. El recuerdo del joven se convirtió pronto en nostalgia: nostalgia de Dios; nostalgia de su casa junto a su Padre; nostalgia de aquellos tiempos que había vivido en la confianza de su cercanía, arropado siempre por su amor. El camino de la conversión será más sencillo y natural si dejamos hablar al corazón y expresar esa nostalgia de Dios que siempre lleva dentro.
Regresar
El siguiente paso de la conversión es regresar. A diferencia del griego “metanoia” –que significa literalmente “cambio de mentalidad”– el concepto de conversión en arameo es “shuhub”, que significa “volver”, “regresar”. Toda verdadera conversión es un caminar de regreso a Dios; a nuestro destino más natural porque es en realidad nuestro más profundo origen. Convertirse es volver sobre nuestros pasos. Las huellas que dejamos por el camino de nuestro extravío, hechas examen de conciencia y arrepentimiento, nos trazan la ruta del regreso. Es el camino de la reconciliación. Un camino siempre lleno de esperanza. Es verdad, el hijo pródigo no esperaba ser perdonado; pero sí acogido: «He pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco ser hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros». En el corazón del hijo latía siempre la convicción de la bondad profunda, inmensa, de su Padre; bondad que seguramente había observado tantas veces en el trato que su Padre daba a los jornaleros; nunca les faltaba nada. El hijo se acoge a esta esperanza fundamental. Pero el Padre rebasa todas sus expectativas…
Recibir
El último paso de la conversión es recibir. No había empezado a hablar el hijo cuando el Padre lo había ya abrazado y cubierto de besos. La experiencia de la fe es la experiencia del abrazo del Padre. Es la experiencia de recibir un amor que sobrepasa todo merecimiento; más aún, un amor que tendría motivos para ser más correctivo que afectivo. La fe es esta capacidad del hombre de ser acogido y abrazado por Dios. Cuando el Catecismo enseña que el hombre es “capax Dei” –capaz de Dios–, quizá no se refiere únicamente a la capacidad del hombre de conocer y amar a Dios, sino también y sobre todo, de recibir y experimentar su amor. El camino de la conversión tiene su punto culminante en esta experiencia del abrazo del Padre, que todos hemos sentido –espero– en la forma de perdón y misericordia.
Los brazos abiertos de María
Podría tal vez decirse que así como Jesús es la revelación plena del amor del Padre, María es, a su modo, la expresión más nítida de la versión maternal de ese amor. Ella nos tiende siempre sus brazos abiertos, como el Padre; Ella es el recurso infalible en nuestros extravíos y tropiezos; Ella es, entiéndase bien, la “puerta trasera” del cielo; esa puerta que nunca tiene el seguro puesto. A ella confiemos nuestro camino de conversión en esta Cuaresma, para que todos, hijos pródigos, volvamos arrepentidos y esperanzados a la casa del Padre.