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domingo, 29 de agosto de 2010

EGOÍSMO.

El máximo enemigo en la vida

         La vida nunca ha sido fácil. Hay días en que todo sale mal. El agua de la ducha está helada; los niños, insoportables; el tráfico, espantoso; las noticias, pésimas; y una oscura nube de mal humor se cierne sobre el horizonte. Son los enemigos cotidianos de la serenidad.
Pero ninguno de ellos como nuestro ego, cuando anda desatado, inflamado o lastimado. Nuestro ego magnifica todos los pesares. Un alto empresario colombiano decía que «el ego es como la velocidad: agrava cualquier accidente»[1]. Cuando nuestro ego está en su lugar, ningún accidente puede robarnos más tiempo que el necesario para resolverlo.
La palabra “ego” viene del latín, y significa simplemente “yo”. La traducción literal de “egoísmo” sería “yoísmo”: un afán desmedido de defender, proteger, magnificar, complacer, mimar el propio yo, normalmente a costa de los demás. Dicho de otro modo, es el amor desordenado de uno mismo.



Existe un amor ordenado. Reconocer con alegría y gratitud lo que uno es, y procurar crecer, ser más, según las cualidades y capacidades recibidas, no sólo es legítimo: ¡es obligatorio! Es el mensaje de la conocida parábola evangélica de los talentos. El que recibió un talento lo escondió y lo devolvió íntegro a su amo. No lo perdió, no lo malgastó; simplemente no lo hizo rendir, y por ello fue reprobado[2]. Le faltó “amar” su talento y ponerlo a dar fruto.
         Triste herencia del pecado original, el egoísmo echa raíces en el corazón humano desde la cuna hasta la tumba. Conocemos el pecado original por revelación bíblica. Pero no hace falta acudir a la Biblia para verificar sus efectos. Desde la más tierna infancia, y mucho antes de cualquier aprendizaje formal, el niño asume posturas egoístas, no reconducibles a un simple instinto de conservación: berrinches, manías posesivas, conductas antisociales, etc. ¿Qué mamá no lo ha sufrido?

El egoísmo se opone, en realidad, a nuestra tendencia más natural. Como fuimos diseñados para amar, todo nuestro ser tiene una proyección “alocéntrica” –es decir, hacia los demás. Algunos afirman que para amar a los demás hay que amarse primero a uno mismo. Aunque en cierto sentido puede ser verdad, pienso que sólo podemos amarnos en la medida en que nos descubrimos capaces de amar a los demás. El amor al otro es nuestra más íntima esencia. Es un espejo para nuestro corazón. En la medida en que nos reconocemos amando a los demás, en esa medida podemos conocernos, valorarnos y amarnos a nosotros mismos. Quien no ame a nadie será un desconocido para sí mismo y le resultará imposible amarse.

Todos tratamos con personas egoístas. Tal vez nos indignan, nos hacen sufrir; incluso nos enferman. Pero, como al rey David, tarde o temprano alguien se da a la tarea de abrirnos los ojos: “¡Tú eres esa persona!”[3]. ¡Tú y yo y todos los seres humanos somos egoístas! Todos llevamos esa deformación en el corazón. ¿Quién no se ha asustado alguna vez de sí mismo? ¿Quién no ha cometido alguna barbaridad en la vida, quizá arrastrado por una pasión momentánea? ¿Quién no ha tenido que llorar algún error, ya sin remedio?
El obispo norteamericano Fulton Sheen, famoso en los años cincuenta por su programa televisivo “La vida es digna de vivirse” (Life is Worth Living), fue invitado a dirigir un retiro espiritual a los presos de un reclusorio de máxima seguridad. El célebre predicador no se sentía ciertamente en “su medio”. ¿Cómo dirigirse a aquellos presos, de los que el más inocente cargaba cinco homicidios a sus espaldas? Sin embargo, pronto cayó en la cuenta de que sería más fácil de lo que había pensado: “La única diferencia entre ustedes y yo –comenzó diciéndoles– es que a ustedes los atraparon y a mí no”.
El egoísmo es un intruso que nos acompaña y hace sufrir toda la vida. Es una serpiente de múltiples cabezas, que acecha permanentemente. Cada vicio o defecto moral es una cabeza de esa serpiente que asoma su lengua bífida y amenaza con morder.
Dicho de otra manera, el egoísmo es el “tronco común” de todos los vicios. Un vicio es un hábito malo: un comportamiento instalado en nuestro ser que hace daño al que lo lleva y lastima a los demás. Los vicios, como las ramas bastardas de un árbol, sustraen la savia del alma, secan el corazón, plagan los mejores frutos y las aspiraciones más nobles.

Por desgracia, el egoísmo es inextirpable. La parábola de la cizaña[4] describe la situación con tremendo realismo. Cuando los siervos preguntan al amo si deben arrancarla, la respuesta es no. “No sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo”. Junto a toda cizaña hay trigo bueno. Y tal vez no sólo a pesar de la cizaña, sino también gracias a ella. Al menos es lo que ocurre con el egoísmo. La presencia del mal es siempre una oportunidad para que repunte el bien.
Con todo, el egoísmo hay que combatirlo y controlarlo. Y el primer paso será conocerlo mejor: desenmascararlo, medirlo, captar sus expresiones, incluso llegar a prever sus manifestaciones, de manera que no nos sorprenda en un momento de descuido o debilidad.
El egoísmo no debe inhibirnos o amedrentarnos. Por muy monstruoso que parezca, siempre será manejable si lo enfrentamos con inteligencia y decisión, apoyados en la gracia divina. Más aún, la lucha diaria contra el egoísmo –como diría Álvarez de Mon[5]– despertará mecanismos y recursos insospechados de nuestra personalidad que, de otra manera, quedarían atrofiados. De hecho, el egoísmo puede llegar a ser nuestro mejor sparring[6].


[1] Entrevista a Carlos Orozco, director general de Henkel México. Revista Expansión, 3 de agosto de 2009
[2] Cf. Mt 25, 24 - 30
[3] 2 Sam. 12, 7
[4] Cf. Mt. 13, 24 - 30
[5] Cf. Santiago Álvarez de Mon, Desde la adversidad, Prentice Hall, Madrid 2008.
[6] Boxeador que combate con otro de más categoría, para que éste pueda entrenarse.