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domingo, 19 de mayo de 2013

EL DON DEL ESPÍRITU

EL DON DEL ESPÍRITU




La “Persona-don”
De las tres Personas Divinas, el Espíritu Santo es el más difícil de “imaginar”. Al Padre y al Hijo podemos de alguna manera “verlos” con un rostro concreto. El Espíritu Santo, en cambio, aunque en el simbolismo bíblico se presenta como paloma, fuego, agua, viento, etc., escapa a nuestra imaginación; no tiene para nosotros un “rostro” definido. Por algo, el teólogo español Antonio Royo Marín lo llamó “el gran desconocido”. Él, como explica Juan Pablo II en su encíclica sobre el Espíritu Santo Dominum et Vivificantem, es la “Persona-amor”, la “Persona-don” (n. 10). Es Dios hecho “don” para el hombre. Por eso mismo, por ser “don”, es tan delicado, fino y respetuoso con nosotros. Los regalos se obsequian; no se imponen. Por otro lado, esa misma sutileza le permite “entrar” más profundamente en nosotros. Sorprende cómo transforma poco a poco, suavemente, los corazones más duros, las voluntades más cerradas, las mentes más obcecadas, los espíritus más rebeldes.

Cómo actúa el Espíritu

El Espíritu Santo no tiene restricciones cuando actúa en nosotros. Él es la Libertad por esencia. Y así se sirve de lo que “le pega la gana” para empapar y transformar nuestro interior. Sin embargo, siguiendo la Biblia, la teología ha reconocido siete maneras específicas de obrar del Espíritu Santo en nosotros, que corresponden a siete necesidades profundas del ser humano. Son los dones del Espíritu Santo. Dios nos reveló estos dones ya en el Antiguo Testamento. Isaías, hablando del Mesías, profetizó: «Reposará sobre él el espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahveh» (Is. 11, 2). En el elenco falta el “espíritu de piedad”, que está implícito en el “temor de Yahvhe” y aparece más claramente en otros pasajes de la Biblia, como en Rm 8, 15. El Catecismo nos recuerda la finalidad de estos dones: «La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Éstos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo» (n. 1831).

El don de sabiduría

“Saber” viene del latín “sapere”. Es la misma etimología del verbo “saborear”. Pudiera decirse que el don de sabiduría nos ayuda a saborear las cosas de Dios. El don de sabiduría nos ayuda a “disfrutar” de verdad el encuentro con Dios a través de la fe, la liturgia, la práctica de la caridad y la oración. “Saber” es, en cierto modo, “alinear” nuestras facultades, capacidades, actitudes y comportamientos al encuentro y la experiencia de Dios. Ésta es la verdadera “sabiduría”: la que conduce a la salvación. Como bien decía santa Teresa: «el que se salva sabe; el que no, no sabe nada».

El don de inteligencia

Dios es un misterio. Sus actuaciones también. Nuestra mente discurre por un laberinto sin salida cuando intenta comprender lo humanamente incomprensible. El Espíritu Santo viene en nuestro auxilio con el don de inteligencia. Este don nos ayuda a entender las cosas de Dios. Entender es mucho más que conocer. Hay personas con pobre instrucción teológica, pero ricas en inteligencia sobrenatural, que entienden la fe mejor que los teólogos. El don de inteligencia, como indica su etimología (intus-legere) permite al alma “leer dentro” del misterio de Dios e intuir de alguna manera el sentido profundo y amorosamente providencial de todas sus actuaciones.

El don de consejo

La prudencia humana es la virtud por la que aplicamos los grandes principios, valores y convicciones a las circunstancias concretas de cada momento. No es fácil. Todos hemos tenido la triste experiencia de haber sido imprudentes, y lamentado sus consecuencias. La vida nos presenta a veces situaciones complejas, de difícil discernimiento. Otras, las más, son decisiones de todos los días, pero que requieren buenas dosis de prudencia en el actuar, decir, reaccionar. Pues bien, el Espíritu Santo viene en nuestro auxilio con su don de consejo para iluminar, elevar y rectificar nuestra prudencia. El don de consejo es como una “prudencia sobrenatural”. Nos ayuda a discernir el comportamiento más adecuado, el más “cristiano”, en cada circunstancia. Como reza una bellísima oración: «Espíritu Santo inspírame lo que debo pensar, lo que debo decir, lo que debo callar, lo que debo escribir, lo que debo hacer, cómo debo obrar para procurar el bien de los hombres, el cumplimiento de mi misión y el triunfo del Reino de Cristo».

El don de ciencia


El libro del Génesis nos enseña que Dios creó todo y lo puso al servicio del hombre (Gn 1, 28). El pecado original, sin embargo, introdujo el abuso de la creación por parte del hombre. El don de ciencia nos ayuda a tomar la actitud correcta ante las creaturas; a comprender su verdadero sentido y finalidad; y a usarlas con alegría, mesura y rectitud. «Él todo lo creó para que subsistiera, las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte ni imperio del Hades sobre la tierra» (Sb 1, 14). El Espíritu Santo quiere que usemos y disfrutemos la creación que Dios puso a nuestro servicio. Por eso nos inspira una regla básica: para gozar y aprovechar las cosas hay que usarlas tanto cuanto nos ayuden a cumplir nuestra misión en esta vida y llegar al cielo.

El don de fortaleza

Todos somos débiles; tenemos nuestro “talón de Aquiles”. El Espíritu Santo, bien consciente de ello, viene en nuestro auxilio con su don de fortaleza. Este don nos alienta continuamente y nos ayuda a superar las dificultades que encontramos en nuestro caminar hacia Dios. El Espíritu Santo está siempre a nuestro lado (es lo que significa “Paráclito”). Pero lo está especialmente cuando nos sentimos cansados, desanimados, hartos de caer en lo mismo. Él sabe que siempre necesitamos su indulgencia; más aún, sabe que esta indulgencia es muchas veces la mejor manera de motivarnos a mejorar. Pero también sabe que solos no podemos. Nos presta entonces el “poder de su brazo” (cf. Sal 89, 14). La escena de Pedro que se hunde por falta de fe, pero es sostenido por el brazo de Jesús, es una imagen elocuente de este don. El Espíritu Santo es el “brazo poderoso” de Dios que nos sostiene en nuestras debilidades.

El don de piedad

Dios no nos quiere esclavos sino hijos. Por eso, dice san Pablo, nos dio un “espíritu de adopción filial” (Rm 8, 15). El Espíritu Santo, mediante el don de piedad, ayuda a cada uno a ser “más hijo” de Dios. En ese sentido, nos ayuda a entender que no somos –no podemos ser– plenamente autónomos e independientes. Siempre que el hombre ha pretendido “liberarse” de Dios, no ha hecho más que actuar contra sí mismo. El Espíritu Santo nos ayuda a ser dóciles, a reconocer nuestra dependencia de Dios; la cual, lejos de esclavizar, nos libera. De hecho, la vida cristiana es un camino de progresiva libertad que nos lleva al pleno convencimiento de lo que realmente somos: hijos de Dios.


El don de temor de Dios

Y precisamente por ser sus hijos, Dios no quiere que le tengamos miedo “a Él”. El demonio se ha encargado siempre de inculcarnos ese miedo. Lo hizo con Adán cuando le incitó a pecar. Después del pecado, Dios salió al encuentro de Adán: «¿Dónde estás?»; y Adán le respondió: «Te oí andar por el jardín y tuve miedo» (Gn 3, 10). El Catecismo nos recuerda que el “miedo de Dios” provoca muchas veces crisis de fe. Textualmente dice: «esa actitud del hombre pecador que, por miedo, se oculta de Dios y huye ante su llamada» (n. 29). El temor que el Espíritu Santo infunde en nosotros es muy diferente, por no decir exactamente lo opuesto: es el temor a lastimar de cualquier forma nuestra relación con Dios. Lo que Dios menos quiere es que haya distancias entre Él y nosotros. Por eso nos convence, mediante su Espíritu, de que perderlo a Él es la mayor pérdida que podemos tener en la vida. Al mismo tiempo, nos motiva a buscar lo antes posible la reconciliación con Dios cuando hemos perdido su amistad por causa del pecado.

María, la llena del Espíritu

Nadie como María puede enseñarnos cómo recibir los dones de Dios. Y especialmente el Don del Espíritu. El ángel le dijo en la Anunciación: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra » (Lc 1, 35). Esas mismas palabras se vuelven realidad hoy para cada uno de nosotros. En cada Pentecostés, Dios parece decirnos: “el Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Recibamos al “Dios–don”, al “Dios-amor”, y dejemos, a ejemplo de María, que Él actúe en nuestro corazón transformándolo y llenándolo de sabiduría, inteligencia, consejo, ciencia, fortaleza, piedad y santo temor.

domingo, 5 de mayo de 2013

EL DON DE LA PAZ



EL DON DE LA PAZ

Mi paz os doy

De niño, en Misa, había una frase que nunca entendía. La liturgia en México usaba entonces el “vosotros”. Y el padre hablaba de prisa. La frase era: «Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: Ni pasos dejo, ni pasos doy…». ¿Qué querría decir Jesús con esas misteriosas palabras? Sólo más tarde caí en la cuenta de que la frase era: «Mi paz os dejo; mi paz os doy…». Hoy es para mí una de las frases más hermosas y consoladoras de la Misa. ¡Suspiramos tanto por la paz! No sin razón. Paz es sinónimo de felicidad. «Daría la mitad de mi fortuna –decía un multimillonario– por tener un minuto de verdadera paz». Pues bien, Cristo tiene esa paz que necesitamos. Quizá sólo hace falta entenderla bien, buscarla donde está y luchar por ella.

Entender la paz

La paz es la tranquilidad del orden, decía san Agustín. Todos sabemos lo que es el orden: mantener cada cosa en su lugar. Si es así, para vivir en paz sólo hace falta colocar cada cosa en su lugar; particularmente nuestras relaciones vitales: con Dios, los demás, nosotros mismos y las cosas. Alterar el orden en cualquiera de estas relaciones supone perder la paz. Dicho de otra manera, quien mantiene en orden sus relaciones con Dios, con los demás, consigo mismo y con las cosas vive en paz. En la práctica, este orden requiere un discernimiento continuo sobre nuestro corazón. Como veremos, el mayor enemigo de la paz del corazón no son las amenazas externas, los vaivenes circunstanciales, las incertidumbres normales de la vida. Lo que más nos roba la paz es el desorden del corazón. La paz de Cristo reordena nuestro corazón. Por eso es una paz profunda, inalterable, en cierto modo blindada contra cualquier adversidad interna o externa.

Buscar la paz

También el mundo, a su modo, nos ofrece paz. Vinculándola a los conceptos de “seguridad” y/o “relax”, el mundo ha hecho de la paz una gran mercancía. ¡Y vaya que se vende! «Si quieres paz –parece decir el mundo– necesitas sistemas de protección, alarmas y candados, seguro para toda eventualidad, chequeos médicos periódicos y vacaciones en una playa desierta y paradisiaca». La paz de Cristo es muy diferente. Él nos dice: «No se la doy como la da el mundo». La paz de Cristo se funda en certezas de fe, en abandonos y confianzas, en rectitudes de conciencia, en coherencias de vida, en sanas prioridades, etc. Por eso la paz de Cristo es compatible con cualquier vicisitud. De hecho, cuando Cristo dijo a los apóstoles en la Última Cena: «La paz les dejo, mi paz les doy», sabía muy bien que les esperaban grandes dificultades, persecuciones, ataques, etc. Pero también sabía que su paz se sitúa en un plano más profundo que la piel, la sensibilidad y la emotividad: ella se instala en el corazón. Sólo estando ahí puede ser una “paz blindada”, a prueba de turbulencias.

Luchar por la paz

Como dijimos antes, la paz se basa en el orden de nuestras relaciones con Dios, con los demás, con nosotros mismos y con las cosas. En nuestro estado actual de seres inclinados al desorden por el pecado original, no es posible conquistar la paz sin luchar contra todo aquello que desordena nuestro corazón y nos roba la paz: la ambición excesiva, los malos deseos, la vanidad, la susceptibilidad, etc.; en una palabra, el egoísmo –es decir, el amor propio desordenado– en cualquiera de sus formas. Ahora bien, dado que en esta vida no nos es posible extirpar del todo el egoísmo, la conquista de la paz puede parecer una tarea imposible. Pues bien, aunque la lucha contra nuestro egoísmo no pueda tener tregua en esta vida, podemos recibir y experimentar  la paz de Cristo por la acción de su Espíritu en nosotros y por nuestra correspondencia a dicha acción. En otras palabras, Jesús nos da su paz dándonos su gracia para luchar contra nuestro egoísmo. Y aunque no venzamos del todo, más aún, aunque caigamos de nuevo muchas veces, heridos en la batalla, podremos siempre experimentar la paz de estar luchando. Quien, por el contrario, rehuye o abandona esta lucha interior, lejos de encontrar la paz encontrará turbación, intranquilidad, desasosiego interior. Quizá por eso Cristo añadió: «No se turbe vuestro corazón ni se acobarde». Como queriendo decirnos: «no temas la lucha; precisamente en ella encontrarás la paz».

María, Reina de la paz

En este mes de mayo, invoquemos a María, la Reina de la paz. ¡Ella ha pacificado tantos corazones a lo largo de la historia! Como pacificó el corazón de Juan Diego: «Oye y ten entendido, hijo mío, el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón. No temas esa enfermedad, ni otra alguna  enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás  bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester?» Que estas palabras de María acrecienten y maduren la paz de Cristo en nuestro corazón. 

domingo, 28 de abril de 2013

EL “KPI” CRISTIANO




La madurez cristiana

En el mundo de los procesos industriales y empresariales suele hacerse referencia a los “KPI’s”. KPI’s son las iniciales de “Key Performance Indicators” (“Indicadores Clave de Desempeño”). El Evangelio de hoy nos ofrece, por así decir, el “KPI” –en singular, pues sólo es uno– para evaluar nuestro desempeño como cristianos. O, dicho de otra forma, el indicador de nuestra madurez cristiana: la caridad. «Amaos los unos a los otros como Yo os he amado –dijo Jesús a sus apóstoles en la Última Cena–; y por este amor reconocerán todos que son mis discípulos». Podría decirse que todo verdadero amor es amor cristiano. Porque Cristo, al hacerse hombre, hizo suyos todos los amores humanos. O mejor, hizo que todos los amores humanos fueran “cristianos”, asumiéndolos y dándoles su verdadero rango y valor.

Dar la vida que uno tiene

Ahora bien, cada uno ama a su modo; tiene una forma personalísima de amar. Jesús nos invita a un amor “como el suyo”. Pero eso no quita que cada uno tenga su propia genética en el amor. De hecho, la peculiaridad del amor de cada es una expresión más de la gran riqueza del amor, con sus múltiples formas, matices y modalidades. Gary Chapman nos hizo un gran servicio al escribir Los cinco lenguajes del amor. Pero él mismo reconoce que hay muchas maneras de expresar el amor; que hay dialectos, acentos regionales y formas muy personales de amar. Cada uno está llamado a amar con lo que es; a dar la vida que tiene.

“Como yo os he amado”

En cualquier caso, lo que es válido para todos, al menos como aspiración, es la invitación a amar “como Jesús nos ha amado”. Y, hay que decirlo, Jesús nos amó hasta el extremo; hasta dar la vida por nosotros. Carlo Carretto, en su libro Lo que importa es amar, narra una experiencia personal. Le ocurrió mientras transcurría un período de su juventud en el desierto, buscando un encuentro personal con Dios: «Una tarde encontré en el desierto a un anciano que temblaba de frío. Parece extraño hablar de frío en el desierto, pero en realidad es así, tanto que la definición del Sahara es: “País frío donde hace mucho calor cuando sale el sol”. Y el sol se había puesto y el anciano temblaba. Yo tenía dos mantas, las mías, las indispensables para pasar la noche. Dárselas quería decir que sería yo quien temblaría. Tuve miedo y me quedé con las dos mantas para mí. Durante la noche no temblé de frío, pero al día siguiente temblé por el juicio de Dios. Efectivamente, soñé que había muerto en un accidente, aplastado bajo una roca, al pie de la cual me había quedado dormido. Con el cuerpo inmovilizado bajo toneladas de granito, pero con el alma viva –¡y qué viva estaba!– fui juzgado. La materia del juicio fueron las dos mantas y nada más. Fui juzgado inmaduro para el Reino. Y la cosa era evidente. Yo, que había negado una manta a mi hermano por miedo al frío de la noche, había faltado al mandamiento de Dios: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. En realidad, había amado mi piel más que la suya. Y no era esto sólo. Yo, que habiendo aceptado imitar a Jesús haciéndome “pequeño hermano”, había tenido la revelación del amor de Cristo, que no se contentó con amar al prójimo “como a sí mismo”, sino que fue infinitamente más lejos y amó al prójimo hasta “morir en cruz por él”, había faltado a mi deber de discípulo de Jesús. ¿Cómo podía entrar en el Reino del Amor en esas condiciones? Justamente fui juzgado inmaduro y se me pidió que me quedara allí todo el tiempo necesario para alcanzar esa madurez. Así había entrado en mi purgatorio. Debía recorrer con la meditación y el sufrimiento dos largas etapas de la vida religiosa del hombre sobre la tierra: las del Antiguo y Nuevo Testamento. La del Antiguo, para convencerme del primer mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, y la del Nuevo, para hacer mío el mandamiento de Jesús: “Amarás a tu prójimo como yo lo he amado”, es decir, hasta el sacrificio. En pocas palabras, debía aprender a dar las dos mantas. La primera, para demostrar que amaba al hombre como a mí mismo; la segunda, para probar que, a imitación de Jesús, era capaz de llevar sobre mis espaldas los dolores de los demás. Desprovisto de las dos mantas, temblando de frío por calentar a mis hermanos, entraría en el Reino del Amor. ¡Antes no! ¿Estaba dispuesto a esto?» (Carlo Carretto, Lo que importa es amar, Introducción).

Amar hasta el sacrificio

Amar hasta el sacrificio: ése es el reto que tenemos todos los cristianos. No es fácil. De hecho, tampoco es una conquista permanente. Quizá amamos alguna vez hasta el heroísmo. Pero después, nuestro egoísmo hábilmente recupera el terreno perdido. La vida cristiana es una larga historia de amor porque vamos madurando muy poco a poco en el amor. Una cosa es cierta: nuestra madurez cristiana, nuestro “desempeño cristiano”, no tiene un indicador más fidedigno que el amor hasta el sacrificio. En cualquier caso, también hay que decirlo, amar cuesta, pero recompensa. Nadie más feliz que Jesús crucificado. No porque no le dolieran los clavos. Sino porque el amor llegaba en Él, en ese momento, a “su hora pico”, a su momento decisivo, a su victoria definitiva sobre el mal. Es lo que celebramos, finalmente, en la Pascua: el amor en su versión resucitada, tras pasar por su versión crucificada.

María amó hasta el extremo

La Virgen María nos dio un ejemplo muy grande de lo que es amar hasta el sacrificio. Ella entregó mucho más que sus “dos mantas”; Ella entregó a su Hijo por nuestra salvación. Que Ella nos alcance la gracia de avanzar y madurar cada vez más por el camino del amor hasta el sacrificio.